viernes, 28 de septiembre de 2012

Días de lluvia

Sucede que a veces el cielo llora las lágrimas que ya no lloramos los humanos. Sucede, sólo a veces, que esas lágrimas acumuladas se llevan la vida inocente de una persona en la otra punta del país, o del mundo, lo cual viene a ocurrir del orden de diez veces más a menudo que el "a veces" nacional. Cosas de lágrimas, siempre tan mal repartidas. Lloramos poco y el cielo lo sabe. Por eso los días de lluvia, para la gente que  no llora, son días tristes, días grises los llaman; la lluvia les trae el recuerdo lejano de algo, no saben muy bien el qué, que echan en falta. Una ausencia. Un nudo en el estómago, que les amarra a la cama; por el contrario, para quienes lloramos a menudo, los días de lluvia son una bendición en la que verse arropado. Nos reconocemos al segundo en el reflejo de cristales salpicados, vemos la lluvia caer al otro lado de la ventana y sentimos la insana tentación de salir a la calle y dejar que las lágrimas que otros no derramaron vengan a parar a nuestros hombros; qué lugar si no, más propicio, para el descanso de tus lágrimas.
Vengo de la calle, tiritando, mojado de lágrimas y vacio de suspiros, a contarte, con estas lágrimas que tu crees letras, que llorar y los días de lluvia, no tienen porqué ser malos.
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sábado, 14 de julio de 2012

Un resbalón y después nada

   Un resbalón. Uno de esos en que siempre sabes que en el último momento podrás aferrarte a algo para evitar la catástrofe, la vergüenza; de esos que estás cayendo y te dices con media sonrisa en la cara: hay que ver que torpe. Que nadie me haya visto.
   Un resbalón y después nada. Silencio. La vida es puro ruido entre dos insondables silencios, dice Isabel Allende en Paula.
   No hay lugar al que aferrarse entre la mampara de la ducha y los húmedos azulejos del baño. Y así te quedas para la eternidad, con esa sonrisa estúpida en los labios que dice, que torpe soy, que vergüenza, y que más tarde alguien, alguien que sin duda te quiso demasiado, evocará para decir que te fuiste de este ingrato mundo siendo feliz. Adornos, mentiras. El cuerpo aún caliente grotescamente contorsionado, la cabeza inerte ladeada hacia la derecha, los brazos exangües alzados por encima del tronco, apoyados ligeramente en los laterales de la bañera, los dedos encogidos y ya ligeramente arrugados, y las piernas levemente flexionadas al contacto con la pared inferior de la bañera. Esta es la visión que tendrá quien te encuentre, visión que le acompañará el resto de sus días. Recuerdo la primera vez que vi y toqué un muerto, tenía 19 años y para mi sorpresa no me supuso ningún trauma, más bien todo lo contrario, fue una lección magistral, un último regalo de esa persona que como ahora ocurre conmigo estaba pero ya no estaba allí. Pude sentir la piel extrañamente suave y fresca de sus manos, pude ver en su rostro relajado la mirada vacua de quien ve más allá de ti y del tiempo, sentir el peso ingente de su cuerpo... Aprendí que lo que llamamos vivir es sinónimo de estar muriendo.
   Siempre pensé que la muerte era, en el mejor de los casos, un segundo de intensísimo dolor que nuestro sistema al completo es incapaz de soportar. La muerte no es otra cosa que la rendición de nuestro cuerpo frente al dolor. Ahora sé que estaba en lo cierto, y lo sé porque ahora mismo estoy muerto, basta con que tú que ahora lees me creas para que así sea. ¿No es maravillosa la literatura?
   Y mi alma, que no flota, se va por el sumidero entre nubes de espuma y vino rosado, para acabar como todas las almas habidas y por haber navegando las negras aguas del Aqueronte, sin moneda en el bolsillo que ofrecer a Caronte pues ni bolsillos lleva.
   Y el agua que sigue corriendo, mezclándose con la sangre que sale de mi oído; y el gas quemándose en la caldera, pero ya no importa porque ya no hay una factura que pagar,  ni crisis, ni políticos corruptos, ni injusticias sociales, ni un trabajo al que acudir de mala gana. Ya no hay nada. Dicen que somos aquello que hacemos, pero a mi me gusta darle la vuelta a las cosas y pensar que somos aquello que no hemos hecho; somos fruto de ese viaje que no hicimos y en el que perdimos la ocasión de conocer a personas increíblemente diferentes a lo que somos, somos el libro que no leímos así como el que no escribimos y ya nadie podrá leer. Somos, en resumidas cuentas, lo que quedó de todo aquello a lo que un día renunciamos.
   En la cocina suena impaciente el timbre del portero automático, mientras fuera una cartera bajita y alegre espera paquete en mano recibir una firma que ya no existe. Pasado el tiempo de cortesía justo y necesario, ni un segundo más ni uno menos, da media vuelta y tirando de su carrito amarillo se aleja. Se volverá a los pocos pasos para responder al saludo de Ana, la portera, que desde el numero dieciséis la llama por su nombre. Mañana hablamos Ana, que mira como voy todavía, dice señalando el carrito del que sobresalen algunas cartas. Mañana, ahora desde tu bañera ya lo sabes, es como decir nunca pero ellas aún no lo saben. Pocos lo saben. 

 







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sábado, 14 de abril de 2012

El pequeño lápiz verde.


El pequeño lápiz verde no está en el escritorio. Es lo primero que me dijo el hombre que tengo ahora a mi lado postrado en una cama, escritor de profesión, el día que decidió dejar de escribir. Se llama Juan Herrera Gistau, un servidor es su editor, Carlos Castañeda Iñárritu, de Ediciones Iñárritu.
Juan tiene 73 años y todos, incluido él, sabemos que no cumplirá los 74. Dejó de escribir poco después de cumplir los 32  y aunque parezca mentira, hasta el día de hoy ha vivido de sus libros, y puestos a contarlo todo, nada mal; libros que de algún modo, también son mios. Desde aquella llamada telefónica anunciándome la para él fatal desaparición, he sido su editor y su negro, como vulgarmente se denomina en el mundo literario a aquel que escribe en provecho y lucimiento de otro de mayor renombre o prestigio, que sólo pone la firma. No se escandalicen, no es nada nuevo en el negocio de la escritura, por poner un ejemplo de suficiente peso, Alejandro Dumas padre es considerado uno de los mayores negrièrs de la literatura teniendo a su servicio a un considerable número de nègres, entre los que podría destarcase a Auguste Maquet o Gèrard de Nerval.
Juan por aquel entonces ya tenía un nombre en el mundillo literario, era nuestro escritor estrella, le habíamos publicado tres novelas y todas habían tenido gran aceptación. No era un best seller, pues nunca fue esa su pretensión, pero era un escritor extraordinario, un diamante en bruto que en Ediciones Iñárritu nos dispusimos a pulir y a “explotar”. Al principio pensé que sería algo pasajero, excentricidades propias del genio que era, no creí que pudiese vivir sin escribir, era su vida, siempre lo había dicho. Pensé que quizás desde la editorial le habíamos exigido demasiado y le plantee que se tomase un año sabático.
-No lo entiendes- me dijo. -No voy a escribir más. Lo dejo. No se trata de tiempo, se trata de capacidad. No me siento capaz. Todo lo que he escrito medianamente decente hasta el día de hoy lo había escrito con ese lapicero. En él estaban todas las ideas habidas y por haber, ese lapicero tenía en su interior todas las grandes ideas que podría haber escrito en la vida, como el recien nacido tiene en las encias lo que serán sus futuros dientes.
- ¡Vamos Juan, no dramatices! Puedo entender que estés atravesando un bajón creativo, que te haya abandonado por unos instantes la inspiración, o incluso que ya no le encuentres alicientes a esto de escribir. ¡Pero no me jodas! ¡Que era un lapicero! ¡Un simple lapicero! Dime la marca y modelo y mañana te mando 200.
Me miró primero incrédulo y luego airado.
-¡No tienes ni puta idea de lo que es escribir un libro! Vives rodeado de ellos pero no eres consciente de lo que cuesta escribir un párrafo. De lo que cuesta encontrar la herramienta que escarbe dentro de ti para sacar a flote una novela que venda lo suficiente como para darnos de comer a mi, a ti y a los tuyos. ¡No lo entenderás nunca!

Dio media vuelta y se fue. No me contestó al teléfono ni aceptó entrevistarse con nadie de la editorial en los dos años siguientes.
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viernes, 30 de marzo de 2012

El Yonatan, la Jessi, sus primos y la madre que los parió a todos (y todas)

Vengo de leer al Reverte, así que espero que no me lo tengáis muy en cuenta.
El muy hijo de la grandísima puta tiene la virtud de encabronarme conmigo mismo y con mi especie al tiempo que me afila la sonrisa en la comisura de los ojos (sí, en la comisura de los ojos, licencia poética o como coño quieras llamarlo, el que está escribiendo soy yo). Es un grande, entre otras cosas, porque me despierta tanta envidia que me empuja a escribir estas mierdas, sabedor de que no soy digno ni de lustrarle los zapatos.
El caso es que me he leído El Yonatan y la Jessi y joder, he pensado, otra vez el cabrón se me ha adelantado. Ayer fue 29M, ya sabéis, huelga general, piquetes, reforma laboral... la polla en verso, vamos.
Y este que escribe, pringado donde los haya, currando, cumpliendo servicios mínimos pero currando, y casi con la total y amarga certeza de que si los servicios no fuesen mínimos habría estado esquiroleando como el cobarde que es. Tenemos lo que nos merecemos.
Pero no era este el tema del que venía a hablar.
El caso es que cuando volvía a casa después del curro, curro de mierda ya ustedes saben, de esos que a final de mes rezas sin ser creyente para que la nomina roce los mil euros, después de esperar más de treinta minutos un autobús que desde el primero de ellos sabía no iba a llegar, me decidí a patearme las calles y volver a casa andando.
Y en este paseo, ya les he puesto en antecedentes: huelga general, Madrid, once de la noche... me encontré con la Jessi, el Yonatan, sus primos y la madre que los parió a todos y todas (como dice la ministra de desigualdad) repartidos por los parques y las plazuelas haciendo un botellón de esos que cuando estás metido en ellos piensas que no hay más día que hoy, ni más copa que la que tienes en la mano. Carpe diem lo llamaría Estrada.
El caso es que ahí estaban, con sus pantalones cagaos, sus voces y sus risas, sus bolsas de hielos, sus piercings, sus copas y sus canutos endulzando el aire enfermo de esta ciudad, en una jornada de huelga general, días después de aprobarse una reforma laboral que los/nos condena a unas condiciones laborales propias del universo dickensiano, el día antes de aprobarse los Presupuestos Generales del Estado más austeros (¡Toma eufemismo!) desde que la democracia es el sistema de gobierno que dicen rige este país, como si la cosa no fuera con ellos.
Los maldije en voz baja. Como el amigo Arturo, pensé, con la musiquilla de la canción de Juan Luis Guerra sonando en mi cabeza aquello de ojalá que llueva napalm.
Y aún incrédulo por su comportamiento, por su absoluta ignorancia de la realidad en la que sin saberlo están metidos, en lo más profundo los envidié, como sé que envidió el hijo de puta del Arturo a la Jessi y al Yonatan, con todo su sillón T en la RAE y sus libros y sus premios literarios y su velero y su puto venado; porque ni él ni yo vamos a cumplir ya los veinte años, porque sabemos que no nos vamos a comer un mundo, que en aquellas noches de copas, alcohol y risas dábamos por seguro que nos comeríamos, no hoy, pero sí mañana. Y mañana se presentó de golpe, y nos pilló extinguiendo los vapores de la última resaca, y cuando miramos a nuestro alrededor solo vimos los barrotes que nosotros mismos habíamos puestos a nuestro alrededor y nos dimos cuentan entonces, sólo entonces, en ese maldito instante, que no teníamos las herramientas ni los huevos necesarios para tirarlos abajo.
Allí los dejé -mientras yo me debatía entre el dictador en potencia que todos llevamos dentro y que los exterminaría por decreto ley y el animal racional que se nos presupone ser- ajenos al ruido de sables, a las veces que en un futuro no muy lejano tendrán que agachar la cabeza y decir amen, con dios, lo que usted mande; condenados a convertirse en mano de obra barata y sin cualificar en cualquier país del norte de Europa, porque de éste, lo que se dice de éste, les acabará expulsando el hambre que nosotros, la generación que les precede, les vamos a dejar como herencia.
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