miércoles, 28 de octubre de 2009

Memoria histórica. (3 de 3)

El telediario del mediodía abre con la noticia por otro lado nada novedosa de un nuevo atentado en Afganistán ejecutado por la insurgencia taliban, mostrando a media docena de hombres desharrapados con largas barbas negras y fusiles kalashnikov apuntando a un cielo libre de nubes, encaramados a un peñasco en algún lugar perdido de los pelados montes afganos. Doña Carmen mira el televisor de cuarenta y dos pulgadas comprado hace apenas tres días por su yerno en el Carrefour del barrio, cuando aparentemente sin venir a cuento dice, deteniendo la temblorosa cuchara a medio camino de la boca –estos para mi que son Maquis-
-¿Cómo dice madre?- Responde Angelines, la menor de sus tres hijas.
-Nada hija, nada, que está muy caliente el puré- dice sin apartar la mirada del televisor.
La siguiente imagen muestra a una mujer con el rostro surcado de arrugas y completamente cubierta de negro, abrazada al cuerpo inerte de un joven que se encuentra tendido sobre el polvoriento suelo, mientras la mujer llora, grita y golpea con su puño derecho el yermo suelo.
-Yo conozco a esa mujer- dice dirigiéndose a su nieta, aprovechando que su hija se levantó de la mesa para traer el segundo plato.
-¿Cómo va a conocer usted a esa mujer abuela? ¿No ve que esa mujer vive en un país que está muy lejos de aquí?
-Creeme hija mía. Esa es doña Micaela, la madre de un novio Maquis que tuve yo cuando era más o menos de tus años.
-¿Cómo? ¿Que usted tuvo un novio? ¿Y el abuelo? –dice divertida la nieta.
- Eso fue mucho antes de conocer a tu abuelo. Yo era una cría- dice intentando recordar, al tiempo que sus ojos de aguamiel parecen sonreír.
- Era escritor ¿sabes hija? Muy estudioso, conoció al bueno de Federico en sus años de estudiante en Granada, un día me recitó una poesía que decía haber escrito él, pero años después descubrí que era de Federico, seguro que le pidió a él que se la escribiera, la poesía no se le daba muy bien ¿sabes?-
La chica escuchaba a su abuela sin creer una palabra, pero le gustaba la historia. –hay que ver la imaginación que tiene la vieja- piensa para si.
-¿Y Qué fue de él abuela?
-¡Ay mi niña! Le fusilaron, allá en el pueblo, el mismísimo día de la virgen.
Dicen que le entregó el mal nacido de su hermano. Aquel torerillo de tres al cuarto que se daba aires de Manolete, cuando sólo se le parecía en el nombre.
Victoriano era muy guapo... y muy listo, y el hermano le tenía envidia.
Al llegar la guerra se alistó en el bando republicano, y su hermano, cómo no, en el nacional.
Al terminar la guerra volvió al pueblo, pero se echó al monte, con Los Maquis.
Yo sin que lo supiera madre subí un par de veces a verlo y llevarle algo para comer. Les pedí que se entregaran, pero no atendían a razones. Decían que la guerra aun no había terminado, que aún se podía derrotar a los nacionales.
Me enfadé muchísimo con él y nunca más volví a verle. Le quise muchísimo. Dicen que el primer amor nunca se olvida, y debe ser verdad porque yo nunca lo olvidé.
La nieta recoge el plato de la abuela y se dirige con él a la cocina.
-¿Qué te contaba la abuela, Sofía?- pregunta la madre a la hija.
-Pues qué va a contar mama, pues tonterías. Pues no dice ahora que tuvo un novio que era no sé qué del Maquis y que conocía a García Lorca. Para mi que se le va la pinza.
-Sofía, haz el favor de no hablar así de tu abuela. ¿No ves que está muy mayor y le falla la memoria?


…las guerras no tienen memoria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que ya no quedan voces para contar lo que pasó, hasta que llega el momento en que no se las reconoce y regresan, con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron atrás. (Carlos Ruiz Zafón. La sombra del viento)
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lunes, 26 de octubre de 2009

Memoria histórica (2 de 3)

El cabo Felipe Ruiz bajó a los calabozos escoltado por otros diez guardias venidos de los cuarteles de Jaén capital. Mandó abrir las celdas y ordenó salir a los presos con las manos sobre la cabeza.
- ¡A todo aquel que nombre, que de un paso al frente!- voceó a la galería.
En sus manos sostenía tres folios con 10 nombres por folio. Personas con nombres y apellidos, padres, hijos, maridos, hermanos, amantes...
Por cada nombre que recitaba, uno de los guardias se acercaba al preso y previamente esposado lo sacaba bien a rastras o a empujones de la galería, entre los gritos y las blasfemias del recluso, para una vez en el patio del acuartelamiento montarlos sobre un camión militar custodiado por otros 10 guardias excesivamente armados.
Victoriano Rodríguez seguía con las manos sobre la cabeza cuando el cabo Felipe Ruiz pasó a leer los nombres escritos en el tercer folio. Aquella espera, aquella incertidumbre era incluso peor que la muerte. Si en ese momento le hubiesen dado a elegir entre aquella angustia y la muerte, sin lugar a dudas habría elegido la muerte. Nunca se consideró un valiente, pero había llegado a ese punto en el que la muerte le parecía el menor de los males. Si no le mataba un pelotón de fusilamiento acabaría haciéndolo la tuberculosis. La muerte en el paredón le parecía más digna, más poética, más punto y final.
Hasta que escuchó su nombre, hasta que sintió el metal de los grilletes apretándole en exceso las huesudas muñecas, entonces se dio cuenta de que no quería morir, que una bala atravesando su escuálido cuerpo no tenía nada de poético, que un segundo más de tuberculosa vida era preferible a la irreversible muerte. Entonces pataleó y gritó como lo habían hecho los 22 presos nombrados antes que él, se retorció y blasfemó, incluso pidió clemencia al igual que hicieran el resto de nombrados y por los cuales sintió asco y vergüenza apenas unos minutos antes. Ahora él era el cobarde. Ahora de verdad sentía el óxido sabor del miedo recorriéndole las venas. Ahora sabía que la hora del juicio final había llegado para él.
Al salir al patio, la abrasadora luz del mediodía le cegó, estaba ligeramente mareado y desorientado. La encalada fachada del cuartel municipal rezumaba blancura, tuvo que cerrar los ojos, y con ellos cerrados y entre empujones fue subido al camión. Lo que encontró al abrir poco a poco los ojos fue rostros demacrados y tatuados por el miedo, sentados a su alrededor en sendos bancos fijados a los laterales de la caja del camión. Cerro de nuevo los ojos intentando encontrar algo de sosiego y entonces unos rasgos de mujer aparecieron en su memoria, unos ojos almendrados y color miel le miraban con dulzura, una boca pequeña y apretada parecía recriminarle algo; un empujón le hizo desenhebrar el hilo del recuerdo y se vio obligado a abrir los ojos y a apretarse un poco más para dar cabida a un nuevo preso que era arrojado al interior del camión.
Pocos minutos después el camión recorría de forma pausada y con la caja totalmente cubierta por una cuarteada lona caqui las desiertas calles del pueblo. Tan sólo al enfilar la carretera principal, al aproximarse a la plaza de toros, Victoriano sintió el rumor de la vida al otro lado de la lona, al escuchar a lo lejos una orquesta y algunas voces de chiquillos cuyo contenido no fue capaz de desenmarañar, entonces cayó en la cuenta, era el día de la virgen, los iban a fusilar el mismo día de la fiesta del pueblo.
Quiso gritar, pero la oscuridad de la boca de un fusil situada a apenas un palmo de sus ojos, pareció tragarse su grito.
Cuando les bajaron del camión supo perfectamente dónde se encontraba. Aquella pinara la había recorrido palmo a palmo hacía ya años junto con su padre, recogiendo piñas, jaras y teas antes de comenzar cada invierno. Reconoció la vereda por la que a empujones de culata les conducían. Sabía que aquella vereda, doscientos metros más abajo, terminaba bruscamente en la tapia trasera del cementerio municipal.
Sintió cómo un saliente de piedra se le clavaba en un costado y cómo por encima de su cabeza aun quedaban dos palmos de muro. El sol le golpeaba de frente y apenas si podía entreabrir los ojos, lo suficiente como para ver frente a él los rostros impertérritos de cada uno de los 30 guardias que formaban el pelotón de fusilamiento.
Les habían atado las manos y pies y sellado la boca con jirones de sabanas, pero les habían dejado los ojos abiertos para que pudiesen ver como la muerte venía por ellos. Los bruñidos fusiles lanzaban destellos que parecían llegar del más allá.
Alzó la vista al sol hasta quedar prácticamente ciego. Tomó aire y aprovechando el ligero margen que le daban las ligaduras de sus pies, dio un pequeño paso al frente, pensando que a fin de cuentas aquella era una tarde tan buena como otra cualquiera para perder la vida.
El cabo Ruiz consultó su reloj de muñeca, eran las cinco en punto de la tarde, hizo un leve gesto con el dedo índice de la mano derecha, y al momento, un tronar ensordecedor se extendió por todo el pinar, haciendo que cientos de aves levantasen el vuelo.
Victoriano Ruiz apenas sintió dolor, tan sólo el acre olor de la pólvora inundando sus fosas nasales y una nube de humo gris a través de la cual creyó ver unos ojos almendrados color de miel.
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miércoles, 21 de octubre de 2009

Memoria histórica (1 de 3)

Eran las cinco en punto de la tarde en el reloj de pulsera del alguacil de la pequeña localidad jienense. Éste hizo un pequeño ademán con su mano derecha y de repente los sonidos de los clarines y timbales envolvieron a cada uno de los exaltados asistentes a la pequeña plaza de toros municipal. A lo lejos parecieron escucharse una salva de cohetes anunciando la llegada de las autoridades de la localidad. El tendido de sombra era un hervidero de cabezas cubiertas con sombrero andaluz, cigarrillos de liar y alguna que otra mantilla de riguroso luto. Los bloques graníticos del tendido de sol, prácticamente vacío, cegaron los ojos color verde oliva del señor alcalde, a cuyos costados parecía traer cosidos a dos guardias civiles con generosos bigotes y uniforme impecable. Tras él marchaba el señor párroco, todo de negro de la cabeza a los pies, a excepción del alzacuello, a pesar del abrasador sol.
Una fina película de sudor daba brillo a sus morenos rostros.
Los tricornios reflejaban la luz como agoreros espejos de azabache.
Se abrieron los portalones del coso que hacían las veces de puerta grande y un jinete montado sobre un caballo alazán partió en dos el amarillento circulo de albero con 24 marcas de herradura. El equino detuvo sus ollares frente a una bandera roja y gualda en la que en su centro aparecía estampado en negro un águila imperial. El jinete se descubrió al mismo tiempo en que el señor alcalde se ponía en pie con toda la majestuosidad de la que era capaz. Lanzó al aire una llave niquelada que tras desprender dos vagos destellos en su trayecto fue a parar al fondo del gris sombrero andaluz que portaba el jinete; este la recogió y acto seguido se cubrió de nuevo, saliendo al galope para al pasar a la altura del alguacil dejarla caer casi imperceptiblemente en la mano de este, mientras el garañón seguía al galope desapareciendo tras los portalones. Sonaron de nuevo los clarines, la rojiza puerta de chiqueros se abrió lentamente, un rectángulo de negrura sin fondo ocupó su lugar mientras los más pequeños se agachaban con la vana ilusión de poder penetrar con sus todavía ingenuos ojos aquella oscuridad extraterrena. De pronto, como creado a partir de aquella misma negrura, apareció altanero un morlaco de amplias astas y rizada testuz. La pequeña orquesta dejó de tocar. El animal, desorientado y cegado por el abrasador sol de aquella infernal tarde de agosto, giró sobre sus cuatro patas contemplando el, para él, extraño lugar. Un capote mostrado desde uno de los burladeros llamó su atención, se precipitó hacia él y con una bravura digna de los de su estirpe hizo saltar varias astillas de la barrera al tiempo que la cuadrilla que tras ella se guarecía se vino abajo, para así evitar de nuevo llamar su atención. Manuel Rodríguez “Manolito” contuvo la respiración y se tragó el miedo. Mordisqueó la descolorida capa y se santiguó casi de un modo mecánico. Se caló la montera hasta las cejas y dio un paso mas allá de la seguridad del burladero. Arrastraba los pies sobre la abrasadora arena, como intentando evitar el encuentro con el animal.
-¡He! ¡Toro! ¡He!
El toro giró su poderoso cuello hacia el lugar del que le había llegado el cite y se arrancó con todo su coraje animal. A Manuel Rodríguez le pudo el miedo, sus piernas eran de plomo, estaba clavado en el centro de la plaza y pensó que aquella era una tarde tan buena como otra cualquiera para perder la vida. Un olor acre le volvió en sí, vio como los cuartos traseros del animal pasaban bajo la pesada capa, y entonces fue cuando “Manolito”, la local y emergente figura del toreo, se hizo cargo de la situación, pasando Manuel Rodríguez a segundo plano. La gente enloqueció, los aplausos y los olés se apoderaron de la plaza, y Manolito entendió entonces que esa tarde no habría de ser en la que un astado le segara la vida, que aquella tarde comenzaba su triunfal vida como matador de toros, que atrás comenzaban a quedar el hambre y las penurias sufridas, y por un segundo, los aplausos y los olés nublaron tanto su entendimiento que no pudo evitar que el orgullo asomase a su mente y desease que él le viese allí, en el centro de aquella plaza en la que ya de niños correteaban y jugaban haciendo el uno las veces de toro y el otro las de torero, aclamado y reconocido por todos; mientras él, el hijo bueno y atento, el que había pasado sus años de juventud estudiando en Granada, se estaba pudriendo en un calabozo, comido por la fiebre y las chinches.
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viernes, 9 de octubre de 2009

29 veces 16 de octubre

Sucede a veces, sólo a veces, pocas veces, en que malditas las ganas que tienes de ponerte a darle a las teclas. Cuesta ponerse, encontrar ese rincón apacible y agradable en el que arrojar parte de la carga que uno lleva dentro. Vomitar esas letras espesas y pesadas como los aguaceros de este mes de octubre, este mes, curioso mes, en el que estos ojos que hoy miran y ven, por primera vez fueron cegados por la luz hace ya 29 años.
29 veces 16 de octubre.
¿Qué soy, ahora que soy un poco menos lo que hace 29 octubres quería ser?
Ahora que cuando giramos la cabeza comenzamos a ver los primeros cadáveres que nuestro inexorable caminar ha ido dejando atrás.
Qué fue de aquellas personas que fueron algo en nuestras vidas y hoy ya no lo son, que desparecieron en el polvo del camino, que se quedaron atrás o que avanzaron más rápido de lo que nosotros mismos éramos capaces, y de las cuales, a veces no sin dolor, nos tuvimos que soltar porque comprendimos que en su ímpetu nos arrastraban hacia un lugar al que aún no estábamos preparados para llegar.
Qué quedó de todo aquello. Tan sólo recuerdos, sonrisas, un muñequito de Messenger gris como el porvenir, un número de móvil que nunca volveremos a marcar, fotos en las que no nos reconocemos... Recuerdos.
A lo largo de nuestra vida, no para de entrar y salir gente de ella, los que quedan enganchados en sus ramas, los que a su vez nos retienen en las ramas de la suya, los que nos aguantan y a los que aguantamos, pasan a ser parte de uno mismo, y en el insensato afán del ser humano por ponerle nombres a todo, los llamamos amigos.
Lichis (La cabra mecánica) tiene una canción a la cual me gusta cambiarle a menudo la letra y endosarle otro sentimiento, con casi todos queda bien, y cómo no, la que nos ocupa hoy también la viene como anillo al dedo:
¡Amistad*, que bonito nombre tienes! ¡Amistad vete tu a saber donde te metes!...
Una vez leí que las personas que nos rodean (de las que nos rodeamos, pues las elegimos nosotros mismos) son las que nos hacen ser mejores cada día, y a medida que uno se aísla se vuelve peor y retrocede.
Últimamente me da la impresión que estoy retrocediendo demasiado.
Nos volvemos exigentes con nosotros mismos y con los demás, exigimos ser tratados y reconocidos como nosotros tratamos y reconocemos a los demás y cuando eso no ocurre nos sentimos defraudados.
Quizá en eso esté la clave, en que hacemos las cosas esperando algo a cambio, cuando lo saludable sería no esperar nada, hacer por hacer, sentir por el mero placer de sentir...
¿Pero es eso posible? Sinceramente creo que no. Considero la amistad como un bucle, como una interacción interpersonal que necesita de una retroalimentación.
En mi canción de cabecera, Drexler lo explica tal y como yo lo siento, tal y como yo lo creo:
“Cada uno da lo que recibe, luego recibe lo que da, nada es más simple, no hay otra norma, nada se pierde, todo se transforma”

Se me hace tarde, las decepciones afortunadamente no me quitan el hambre, (ojala pudiese decir lo mismo del sueño) y la rutinaria vida llama a la puerta para indicarme que ya es la hora, que fuera luce el sol, que hay un trabajo al que acudir, y para suerte mía, hay unos ojos que me entienden y me animan, y un abrazo que me saca el frío de un invierno que llegó antes a mí que al Corte Inglés.


“Que me disculpen los limpios de corazón y de memoria, pero siempre desconfié de aquellos que, llegados a cierta edad, tienen la conciencia tranquila y no se quedan con los ojos abiertos en la oscuridad, recordando los cadáveres que dejaron en la cuneta. Porque no se puede estar bien con todo el mundo. Vivir significa optar, elegir, moverse. Mojarse. Tomar posición y disparar contra esto o aquello, y también recibir disparos ajenos, por supuesto. Escribir, para que les cuento”. (Arturo Perez-Reverte)



*En el original Felicidad
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