lunes, 30 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

     Capítulo VI:

    Desayunamos en algún lugar cercano a la frontera franco-italiana, de nuevo en un área de descanso, en la que tras el mostrador de la correspondiente cafetería, una señorita francesa intentaba -con una permanente sonrisa en la boca- acertar con nuestras pertinentes peticiones. El que esto escribe dijo aquello de: deux cafe au lait, s'il vous plaît, del modo más digno posible, con un acento que no sonó nada bien, pero que fue suficiente para que la sonriente señora entendiera lo que deseaba y me respondiese, una vez abonada la consumición, con un perfecto merci. A día de hoy, para mi desgracia, mi pronunciación y mis conocimientos de la lengua del genial Alexandre Dumas padre o del creador de mi admirado Jean Valjean, por poner dos ejemplos de suficiente peso, siguen siendo igual de deficientes que lo eran aquella madrugadora mañana de agosto.
    Una vez dimos cuenta de nuestros relativos desayunos, estiramos las piernas dando un matutino paseo por los alrededores del área de descanso. El viento fresco de la mañana traía el olor a excrementos de caballo de una hípica cercana, donde la actividad de la misma se limitaba a un par de amplios portones abiertos de par en par de los que salía una luz amarillenta y de vez en cuando un hombre empeñado en transportar pacas de heno desde un montón piramidal que había en el exterior, hacia el interior de la nave, donde se perdía en forma de negra silueta, recortado por el haz de luz que rebosaba del edificio.

    Volvimos al autobús, los dos con la sensación de haber superado la primera prueba de fuego de aquel viaje. Las pesadillas de la noche, el sueño pesando en nuestros párpados, el asfixiante calor habían quedado atrás y no habían podido con nuestra ilusión.
    - Mañana a estas horas estaremos ya en Romanía- la cara de Klara lo decía todo, sin necesidad de palabras. Quería pisar su tierra. En silencio lo ansiaba. Nunca lo dijo, pero yo lo sabía. Lo sentía a medida que el autobús nos acercaba metro a metro a nuestro destino.
    -Dios te oiga. Esperemos que no haya ningún imprevisto, porque no sé si aguantaría un minuto más de lo necesario dentro de ese maldito autobús- en ese mismo momento, como dándose por aludido, del mismo vehículo que yo señalaba, salió un bocinazo, llamándonos así a proseguir el viaje.

    Perdí la cuenta del número de túneles que atravesamos en nuestros primeros kilómetros de recorrido por la tierra de Dante, el poeta de la Comedia, aquél que recorrió infierno y purgatorio guiado por Virgilio, para después acceder, -vivo entre los muertos- junto a su idolatrada Beatriz, al paraíso.
    No podía leer, dado que se alternaban momentos de cegadora claridad con  periodos de penumbra dentro de cada uno de los túneles. Tenía que dejar un insulto o una réplica de Pérez-Reverte en suspenso, esperando que la oscuridad pasase, para luego después de un tiempo en el que mis insomnes ojos se acostumbraban de nuevo a la claridad exterior, poder leer apenas un par de párrafos antes de volver a repetir el descrito ciclo.
    Mi compañera de viaje mataba el tiempo hablando con María o escuchando la voz aguardentosa de Tiziano Ferro -por aquello de que estábamos en Italia, imagino- mientras yo apuraba un libro que ya sabía, iba a quedárseme corto para aquél viaje.

    El bueno de Arturo no llegó a la comida de aquel segundo día, lunes en el calendario, que tomamos en algún lugar perdido en un mapa al que ya no prestaba atención. Si me interrogasen, lo más que hoy podría decir es que teniendo en cuenta que cruzar el territorio Italiano nos llevó todo ese día, desde casi el amanecer hasta el ocaso, deberíamos estar en algún lugar a mitad de camino de ambas fronteras, italiana y eslovena. Por decir una ciudad, diría que debíamos estar cerca de Piacenza o de Brescia, pero quién lo sabe.

   En los monitores del autobús, durante casi todo el viaje, vídeos de música popular intentaban hacer más ameno el viaje. A un servidor, si he de ser sincero, se lo destrozaba. Un rato puede ser llevadero, incluso gracioso, pero a todas horas, escuchando el mismo ritmo y las mismas o parecidas melodías -eu cu tine, tu cu mine, iubire, dragostea...- acaba con el buen juicio de cualquiera. Menos mal que llevaba tapones que introducía a conciencia en mis oídos y gracias a los cuales podía aislarme de conversaciones telefónicas realizadas a gritos, carcajadas que hacían vibrar los cristales o toses que podrían revolver el estómago del mismísimo Jack el destripador.

    Tuve que echar mano del plan B, una vez que la Patente de corso del Reverte fue papel leído. Llevaba conmigo un tocho de seiscientas y pico páginas -Los discursos del poder- del cual puedo asegurar que si bien literariamente no consiguió captar mi interés, como medio para conciliar el sueño no tuvo precio. Era leer cuatro páginas y los parpados me pesaban como si las pestañas fuesen de plomo. Será porque las mentiras, de tan repetidas a lo largo de la Historia me dan sueño o quizás porque mentir fue el primer verbo -después de aquel otro que dicen se hizo carne- que el ser humano comenzó a conjugar y a perfeccionar, desde los tiempos inmemoriales de aquella Eva aficionada a comer los frutos del árbol de la sabiduría.

    Una vez en Eslovenia, los carteles de la autovía me dejaban en la garganta y en la memoria el regusto amargo de unos nombres leídos y escuchados  durante la guerra de los Balcanes, allá por mil novecientos noventa y uno, cuando el que escribe no contaba más de once años y en el telediario salía un hombre flaco, con chaleco verde y gafas enormes contando con palabras e imagines las barbaridades de las que es capaz el Ser Humano. Senozece, Godovic, Planina, Ljubljana, Vransko, Vojnik...  saben a humo y sangre en mi paladar al tiempo que las pronuncio. El pintor de batallas conocía perfectamente lo que pintaba -pensé- el muy hijo de puta. Como el orondo de Hemingway -aquél de El viejo y el mar o el más relacionado con nuestra infrahistoria Por quién doblan las campanas- aquél que mientras nuestros antepasados -los de uno y otro bando- se mataban en civil guerra, se fumaba nuestro tabaco, se bebía nuestro vino y se acostaba con nuestras mujeres.  
    Las guerras deben saber mejor cuando no son nuestras, cuando se sabe que hay un billete de avión en el bolsillo o un carnet internacional de prensa que te salva de la masacre.

    Pero la Eslovenia que nos recibió no tenía nada que ver, para nuestra fortuna, con aquella de 1991. El recuerdo que de ella me dejó aquel viaje es el de un campo y unas montañas más que verdes, un aire limpio y fresco y una enorme cafetería-restaurante con apetecibles cestas repletas de frutas y olorosos bollos recién horneados. Nos recuerdo rendidos -horizontales sobre la hierba verde y fresca- a un descanso merecido, mientras  en lo alto el cielo era de un azul cobalto impoluto y a mi diestra ella sonreía mirando al infinito, mientras en la niña de sus ojos se reflejaba el azul celeste rodeado por el aguamarina de sus iris.
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viernes, 20 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

   
    Capítulo V:

    El suelo del autobús quemaba -literalmente hablando- y el aire acondicionado perdía su condición a tan sólo cinco centímetros del orificio de salida, por lo que klara y un servidor, cuando creíamos que no podíamos aguantar más, debíamos, de rodillas sobre los correspondientes asientos, acercar nuestras caras a las salidas de aire, como peces fuera del agua. Íbamos sentados justo encima de un motor que debía haber realizado alrededor de mil kilómetros con apenas tres pausas de treinta minutos cada una de ellas. Si el infierno existe, debe ser parecido a lo que nos tocó sufrir aquella maldita noche, el de Dante y su Divina Comedia se me antojaban en aquellos momentos un paseo por la campiña inglesa.

    - No puedo más. Lo siento. No debíamos haber venido en autobús. Esto es una mierda- La voz de Klara sonaba cansada, como traída por una brisa suave desde la lejanía, apenas un susurro.
    - No te preocupes. Trata de dormir un poco- mucho me temo que mi voz tampoco debió sonar muy convincente, pues no logré ni tan siquiera por un instante que cambiase la expresión de su rostro.

    Recuerdo que rociabamos nuestros cuellos, nuca y brazos con agua fresca de colonia, lo cual nos ofrecía una sensación de frescor un tanto efímera, pues su efecto duraba los apenas segundos que tardaba el alcohol que ésta contenia en evaporarse, extrayendo para ello calor del ambiente y de nuestros sudorosos cuerpos.   Intercambiabamos nuestros asientos y posturas cada cierto tiempo, intentando engañar al cuerpo y al cansancio. Ora Klara estiraba sus hinchadas piernas sobre mí, ora yo estiraba las mias sobre ella, apoyando los pies sobre el -a esas hora de la noche- fresco cristal del autobus.
   Así pasamos la primera noche de aquel viaje, ya en tierras galas, intentando conciliar un sueño que debíó atraparnos no antes de las tres de la madrugada, ayudado por un agotamiento tanto físico como emocional.

   Recuerdo que a las seis de la mañana ya estaba despierto, justo a tiempo para ver otra de las pequeñas maravillas que hicieron más llevadero aquel viaje.
    Aún la oscuridad reinaba afuera, pero ya en el horizonte, frente a nosotros y escorado a la derecha, comenzaba a intuirse lo que minutos más tarde sería un precioso amanecer. El cielo comenzó primero a adquirir tonos violaceos para posteriormente convertirse en alargadas nubes anaranjadas que parecían tocar el suelo. No se veía aún con claridad, pero desde la ventana del autobús parecía que éste de algún modo flotase, pues el sol, que asomaba tímido su aureola en el horizonte, parecía por igual teñir de tonos bermellones cielo y tierra. De pronto caí en la cuenta. A nuestra derecha se extendía, magnánimo, el Mare Nostrum, incendiado de reflejos rojizos y anaranjados, al tiempo que un sol de cinabrio emergía de las tranquilas aguas del Mediterraneo, poniendo punto y final a aquella dantesca noche.

    Embelesado como estaba ante el espectáculo natural que acababa de producirse ante mis ojos, no caí en la cuenta de despertar a Klara para que pudiese ser partícipe del momento, así que una vez pasado éste, no creí justo despertarla sólo para contárselo y la dejé que apurase el reparador sueño del que era presa.

    Busqué durante minutos un cartel en la autopista por la que transitabamos para saber en que maravilloso rincón del mundo nos encontrabamos. A nuestra izquierda, pedregosas y verdes, se encontraban las estribaciones de los alpes marítimos, mientras que a nuestra derecha, bajo nuestros pies, o sería más preciso decir bajo nuestras ruedas, se extendía la inmensidad -ahora ya completamente azul- del mar.
   Depués de unos minutos de desesperada búsqueda apareció el anhelado cartel: Cagnes-sur-Mer,decía en letras blancas sobre fondo azul como aquella costa.
    Eché mano al mapa de carreteras y busqué su localización sobre el papel. Cuando dí con ella, redee su nombre con un bolígrafo rojo. Estábamos en la costa azul francesa, a medio camino entre Niza y Cannes. Durante la incómoda noche, entre sudores, maldiciones y sueños parecidos a pesadillas, habíamos dejado atrás ciudades como Perpignan -la que fuera la ciudad del cine erótico español en los tiempos en que la censura franquista desterró la carne de las pantallas patrias- , Narbonne, Béziers, Montpellier, Nîmes, Arlés -lugar en el que allá por mil ochocientos ochenta y pico Vincent van  Gogh pintara entre otros "Café de noche" o "Noche estrellada sobre el Ródano"-, Aix-en-Provence y Brignoles entre otras muchas no por menores menos reseñables.

    Me revolví ligeramente en el asiento intentando buscar una postura más llevadera y Klara, desorientada, abrió ligeramente los ojos para preguntar:
- ¿Dónde estamos?
-Te acabas de perder un amanecer impresionante -la comuniqué algo exaltado aún- lo siento pero no quise despertarte, como estabas tan dormida.- dije buscandome una excusa, totalmente válida por otra parte.
-aaah.-dijo sin ningun tipo de interes en la voz- ¿Dónde estamos?- volvió a preguntar como si lo del amanecer no hubiese ido con ella.
- Estamos llegando a Niza, o al menos eso creo. Y mira -dije al tiempo que me hacía a un lado, dejandole al descubierto toda la ventana, para que admirase la inmensidad azul del mar.
- ¡Uaaaauuuu!! ¡Qué bonito!- exclamó, y al unísono, de su cara desaparecieron los rasgos que el cansancio había venido cincelado en ella desde que salieramos de Madrid.- Eres un capullo, tenías que haberme despertado, yo quería verlo.
- ¿El qué?
- Pues el amanecer, qué va a ser.

  Mujeres...
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miércoles, 18 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

    Capítulo IV:


    El motor del autobús carraspeó ligeramente para después toser con fuerza y comenzar a avanzar con un leve vaivén que hacía convulsionar ligeramente nuestros cuerpos atrás y adelante. Nos movíamos. Ahora sí que no había vuelta atrás. Klara cogió mi mano, con nuestros dedos entrecruzados, y la apretó con fuerza. Cuando la miré, vi que tenía la cabeza ligeramente inclinada en el reposacabezas del asiento, con los ojos suavemente cerrados, mientras sus labios se movían de un modo casi imperceptible, bisbiseando algún tipo de oración para ese dios del que yo siempre dije que debería existir sólo por el amor y la fe que ella le profesa.
    Salimos de Madrid con el sol pegado a la parte trasera del autobús, calentando nuestros cogotes y la luna posterior del vehículo. Las sucias y amarillentas cortinillas del autobús, completamente cerradas, y el aire acondicionado apuntando directamente a nuestros rostros nos ofrecieron una tregua en mitad de aquel infernal calor.
    Klara entabló rápidamente conversación con nuestros compañeros de fatigas en el gallinero del autobús, y a los cinco minutos ya blandía un abanico prestado que acabaría siendo regalado y que a día de hoy aún anda rodando de cajón en cajón, sin atrevernos ninguno de los dos a darle el descanso eterno que merece.
    Eran una pareja que debía estar en torno a los cuarenta y pico cortos y que al igual que nosotros pagó durante dos días -aguantando la incomodidad de sus localidades- el hecho de subir los últimos, por detrás de nosotros, al autobus.
    Visto desde este presente nuestro, puedo decir, sin miedo a equivocarme, que fueron la única nota positiva de aquel viaje en autobús.
    Ella se llamaba María y él tenía un nombre para mí impronunciable y el cual nunca fui capaz de retener. Siempre que tenía que dirigirme a él, debía primero preguntar a klara cuál era su nombre, para luego repetirlo fonéticamente como dios me dio a entender.
    María tenía la cara redonda y una sonrisa de piano desafinado a la que era imposible no responder con cara de cariño y comprensión; él, unos brazos fibrosos, con tendones como sarmientos en época de poda y un cuello y espaldas de estibador portuario que serían la envidia del personal en cualquier gimnasio de gente bien.
    Se querían. De eso no cabía la menor duda. Sólo hacía falta verlos juntos para caer en la cuenta. Su vida no tiene cabida aquí, principalmente porque es suya, y porque toda vida es en si un libro, cuando no en algunos casos, como pudiera ser éste del que ahora hablo, una enciclopedia.
    Se volvían a casa para no volver. Habían cumplido lo que se propusieron tiempo atrás y ahora regresaban con la cabeza alta y el orgullo del deber cumplido.

    En éstas el autobús avanzaba con el rumbo puesto hacia Zaragoza. La Caesaraugusta romana o la Saraqusta árabe nos esperaba con su cara recién lavada en el agua de una Exposición Universal que me trajo agridulces recuerdos. En lo alto de la torre del agua creí ver a Silda Cordoliani escribiendo aquellas palabras que encontré en La mujer por la ventana y que bien podrían ser mías si un servidor tuviese su talento.

…pues ninguno de los dos ignora que se trata de alguien a quien nunca he podido ni querido borrar de mi memoria, alguien que siempre me ha inspirado un afecto sincero: una gran amistad que ha pasado a ese extraño y cuidado recinto de lo descartado y perdido, ése que sólo ocupan las personas y las cosas que en verdad hemos deseado conservar eternamente.
    El autobús dejó atrás la estación de Zaragoza y con ella el recinto y pabellones de la exposición universal, al tiempo que yo devolvía mis recuerdos al oscuro baúl de la desmemoria.
    Me sumergí en la lectura, buscando la compañía, el guiño cómplice y la sonrisa retorcida de Arturo Pérez-Reverte en su Patente de corso, disparando a quemarropa sobre todo aquello que apestaba y aún hoy apesta en esta España cainita que yo me disponía -con aún unos cuantos kilómetros de por medio- a abandonar. De vez en cuando se me escapaba una sonrisa cómplice o un que tío a los cuales solía sumarse la mirada albastru de Klara, observándome como lo hacen las madres con sus pequeños cuando estos han tenido una genial ocurrencia. No puedo describirlo con palabras, sólo espero, por su bien, que en algún momento de sus vidas alguien les haya mirado así.

    Cuando alcanzamos la olímpica Barcelona, el manto negro de la noche ya había hecho presa en ella, y tan sólo unas luces a lo lejos y un cartel en la autopista con la leyenda Port de Barcelona, dejaban testimonio de su existencia y de nuestra situación, en el bloc de notas de mi memoria.
    Creo recordar, si mis recuerdos no me fallan, que en algún lugar comprendido entre Gerona y la Jonquera hicimos un alto en el camino para estirar las piernas y reponer fuerzas arrojando algo de alimento a nuestros apesadumbrados estómagos, pero los treizeci minute no daban para más allá de ir al baño, dar un liviano paseo e hincarle el diente al bocadillo de turno.
    Una vez alimentados, aliviados y refrescados, volvimos al autobús pensando en la larga noche que nos esperaba por delante, y siempre, antes de ponernos en marcha, aquella frase repetida como un mantra por el conductor del autobús. Ii toata lumea? Como es obvio, el que faltaba nunca respondía.

    Klara de vez en cuando dormitaba, sueños ligeros que a veces no pesaban ni un minuto en la cuenta del dormir. Yo me había propuesto permanecer despierto hasta que el cuerpo aguantase. Si algo tenía claro es que quería tener la consciencia plena en el momento en que cruzásemos la frontera. No me pregunten por qué, pero quería tener los cinco sentidos dispuestos para sentir lo que se siente cuando - una vez la guardia civil revisara las documentaciones- dejara atrás esa porción de tierra que llamamos España.
    Cuando llegó el momento ocurrió, sin entender aún muy bien cómo.
    Yo no debía tener más de trece años, estaba en la casa de mis padres, sentado en un sofá del salón, y en el equipo de sonido sonaba radiolé y la voz quejumbrosa de Juanito Valderrama salía por los altavoces diciendo: …Y Adiós mi España querida, dentro de mi alma te llevo metida…

    Máter España, que hija de la gran puta eres y en el fondo de mi ser cuánto te quiero.
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lunes, 16 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

    Capítulo III

    Dio comienzo el baile de cortejo de las maletas. Doña «Samsonite» y don «Roncato» junto a doña «bolsa de rafia» eran arrojadas sin miramiento ni contemplación al interior de un maletero a reventar. Las últimas que iban llegando eran colocadas sobre las anteriores, encajadas a presión, a puros huevos que dirían los mejicanos. Lo sentí por mi alcohólica portadora de camisetas, pantalones, mudas y demás objetos viajeros, a pesar de los pesares, no se merecía semejante trato. Fue introducida la última, a empellones, en un muro de maletas y bolsas multicolor, que daba la impresión de poder explotar en cualquier momento.
    Adiós preciosa, nos vemos al final del trayecto. Espero que sigas entera para entonces.
    Klara me observaba a cinco pasos de distancia, a resguardo de aquel sol abrasador de agosto, en el rectángulo de sombra que proyectaba un descolorido cartel publicitario.
   
    - No te preocupes, que no te la van a quitar- gritó mientras se reía, burlándose de mi desconfianza.
    - Aquí no me fío ni de mi padre, fíjate en lo que te digo.
   
    Sólo cuando las puertas del maletero fueron cerradas con un ruidoso y metálico Cloc, aparté la vista y dirigí mis pasos hacia el rectángulo de sombra, del que ella parecía emerger, como las flores lo hacen en las macetas.
    La gente comenzaba a arremolinarse en torno a la puerta trasera del autobús, apretándose los unos contra los otros, haciendo valer los más fuertes su corpulencia, así como el delantero poderoso se abre espacios entre la defensa contraria cargando con hombros y espalda, sin cometer falta. Podría decirse que a las puertas de aquel autobús no había juego sucio, ni disputas, ni malas palabras, simplemente era un deporte de contacto en el que las espaldas anchas y fuertes desplazaban a las que tenían menos vigor. La Teoría de la evolución por selección natural de Darwin aplicada a la vida diaria, pensé.

    Klara y yo observábamos el espectáculo desde nuestra localidad de sombra, como pudiera hacerlo un aficionado taurino desde su barrera de ídem en la monumental de Las Ventas.

    En un alarde de civismo del que más tarde nos arrepentiríamos hasta decir basta, dejamos hacer a nuestros futuros compañeros de viaje. Un servidor, en ese lugar oscuro que todos tenemos pero que ninguno reconocemos tener, por unos segundos se sintió más educado y mejor ser humano que aquellos que se apelotonaban como moscas en torno al panal de rica miel.
   
    Cuando la turbamulta hubo ascendido al autobús, sin prisas y sin agobios lo hicimos nosotros. Entonces fue cuando comprendimos el porqué de los apretones, el porqué de aquella cara de perfil rozando la puerta del autobús, el porqué del incivismo y los apretones.

    Los billetes y asientos no estaban numerados.

    Nos movíamos como zombis, desorientados, arriba y abajo del pasillo del autobús, buscando un lugar con dos asientos contiguos vacíos, mientras el resto de pasajeros ya estaban ocupados en el menester de colocar bolsas y equipaje de mano en las bandejas superiores, sobre nuestros desolados rostros.

    No puede ser. ¡Seremos imbéciles! ¡Puto civismo!

    Resignados fuimos hasta el fondo del autobús -buscando con los ojos un imposible- y allí, en la ultima fila, donde San pedro perdió el mechero, descubrimos los únicos cuatro asientos libres de todo el autobús.

    ¡Toma! Tu dosis de educación y corrección multiplicada por cuatro ¡Pedazo de gilipollas!

    La cara de Klara era un poema, o tal vez era simplemente el reflejo de la mía en la suya. Quién lo sabe. Hace tanto tiempo ya de aquello.
    Nos acomodamos como pudimos, aunque a mi entender el verbo acomodar no sea el más apropiado para la situación en la que nos encontrábamos. Aquélla distaba mucho de ser una situación cómoda. Las bandejas fijadas en la parte posterior de los asientos situados inmediatamente delante de nosotros se encontraban arrancadas -Cojonudo, encima no podré ni apoyar el libro- y la tapicería estaba rasgada, colgando de los asientos, como pedazos de pieles muertas.

    - La que nos espera Klarita- Dije poniendo cara de circunstancias.
    - Lo siento, no me acordaba de cómo funcionaba, hace cuatro años que no hacía el viaje en autobús.
    Sobraban las palabras. Sólo una se abría paso entre la montaña de maldiciones que arribaban a mi mente. Resignación compañero. Resignación. Y Paciencia la empujó, tomando ejemplo.
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viernes, 6 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

    Capítulo II:

    La maleta pesaba un quintal. Aquella maleta borracha y con historia de contenedor sobre sus ruedas parecía querer quedarse en casa. Era la única maleta conocida a la cual no la gustaba viajar. Nunca debí rescatarte de aquel contenedor de basura –pensé- ahora sé porqué te tiraron estando aún sin estrenar. Mientras yo tiraba de ella con más coraje que fuerza, Klara trotaba alegremente a mi lado, alta y grácil como un junco. Las gafas de sol eran incapaces de ocultar el brillo de los ojos que escondían. Estaba feliz, no cabía la menor duda. El sol, una cuarta por encima del horizonte, comenzaba a hacer su trabajo.

    Adiós Madrid, ahí te quedas, con tus prisas, tus huelgas, tus obras y tu infernal verano. En aquel momento no era aún consciente de cuánto la echaría de menos en cada uno de los viajes que me apartarían de ella. En aquél también, pero en ese momento aún no lo sabía. Siempre nos quedará Madrid. Madrid es a mi vida, lo que septiembre a la vida estudiantil. Siempre una oportunidad de volver, siempre la ilusión de poder hacerlo mejor.

    Despegué el brazo izquierdo de mi costado, buscando el contacto de su mano. Roce de dorsos. Me cogió la mano y la apretó con fuerza. Nos miramos tan sólo un segundo y llevamos, orgullosos el uno del otro, la vista al frente, desafiando –vanidosos- los latigazos que nos lanzaba el astro rey.

    Éramos jóvenes, guapos, fuertes e inmortales. Al menos así nos sentíamos por aquel entonces. No era nuestra culpa, era culpa de un mundo en el que las palabras muerte, dolor, sufrimiento y hambre no se nos enseñaron a conjugar. No existían. De vez en cuando, quizás, en algún telediario nos hablaban de ello, pero siempre eran lugares demasiado lejanos, y ni la sangre, ni el olor a quemado, ni las moscas que revoloteaban en torno a un bebe negro, con mocos, ojos saltones y el vientre hinchado, tenían la capacidad de traspasar el cristal del televisor LED de cuarenta y dos pulgadas.

    Enséñame tu mundo, guiame, llévame de la mano -como ahora lo haces- a los lugares de tu niñez. Llévame al mundo de tu infancia, déjame recorrer contigo las montañas en las que gritaste al mundo, aún sin conocerme: ¡Te quiero!

    La boca de metro de Lucero devoró nuestros jóvenes cuerpos. No miramos atrás. No había lugar para la nostalgia. En tan solo diez días la misma boca de metro nos vomitaría de nuevo a nuestra realidad cambiante. Ilusos. No sabíamos que serían otros los que volviesen vistiendo nuestros cuerpos y nuestros nombres. No sabíamos nada.

    La estación de autobuses era un hervidero. Hombres y mujeres con sus respectivas maletas danzaban entre filas de asientos repletas de viajeros con los pies allí y la cabeza en sus correspondientes destinos. Nervios, prisas y carreras. Padres arrastrando niños a modo de maletas. Niños que lloraban y se aferraban estoicos a una baldosa que se negaban a abandonar.
    Dadme una baldosa desde la que reconquistar el mundo. La palabra Kamchatka cruzó de izquierda a derecha mi mente, rebotando en sus paredes.

    La megafonía sobrevolaba las cabezas de los potenciales viajeros.
    Ding-dong-ding. Autobús con destino –sonido ininteligible- va a efectuar su salida de dársena número –sonido ininteligible-

    Bendito progreso. Somos capaces de mandar al hombre de paseo a la luna pero no de desarrollar un sistema de megafonía que no distorsione. Humanos, tan simples y tan complejos al mismo tiempo.

    Una joven pareja se abrazaba en el hueco existente entre dos cajeros automáticos. Ella lloraba, él se tragaba las lágrimas. Muy hombre, muy macho. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer mismo, me pareció injusto el que se tuviesen que separar, pero más injusto me pareció el hecho de que él no pudiese llorar tan abiertamente como lo hacía ella. Nos aventajan en tanto...

    A medida que nos acercábamos a la zona de embarque, nos cruzábamos con gente que se encontraba en nuestras antípodas. Ellos volvían del viaje que nosotros estábamos a punto de emprender, y en sus caras sólo había cansancio y resignación, tal vez incluso pena. Pasé un brazo sobre los hombros de Klara y la atraje hacia mí. Apreté su hombro contra mi pecho.

    No permitas que vuelva así. No dejes que me parezca al resto del mundo. Tu y yo somos distintos. Por favor, dime que lo somos.

    Me dio un beso en la mejilla. Sabía que algo me preocupaba. Pero no preguntó nada. No dijo nada. Me conoce lo suficiente.

    Retiré el brazo al tiempo que la guiñaba el ojo, en un intento inútil por tratar de mostrarme sereno.
   Todo viaje se comienza con inquietud y se termina con melancolía. La cita vino a mi cabeza y cuando quise darme cuenta se caía, tímida, del balcón de mis labios.

    -¿Has dicho algo cariño?
    -No, nada, cosas mías. Esto está imposible. ¿De que dársena salía el autobús?

    Se detuvo un instante para sacar los billetes del bolso, mientras yo por pura inercia seguía andando, deseando llegar cuanto antes para poder soltar la dichosa maleta.

    -Dársena cuarenta y cuatro- dijo al tiempo que me daba alcance- y no corras, que tenemos tiempo- gruñó.
    - En esta vida nunca se tiene suficiente tiempo– renegué para mí mismo.
    - Y no hables solo, que pareces un viejo.

    Ésta también es ella, siempre a la defensiva, siempre con la espada desenvainada, preparada para defenderse de cualquier cosa que ella considere un ataque.

    -¡Estas buena hasta cuando te enfadas!- dije con la única intención de echar más leña al fuego. Para acabar de prender la pira la di una palmada en el trasero que sonó más de lo deseado.
    -¿Estas tonto o qué?

    Se acabó el juego, esa era la cara y el tono de hasta aquí podíamos llegar.
    Arrié velas. Puse cara de niño bueno y la devolví el beso en la mejilla que ella me había dado unos instantes antes. Su gesto serio se relajó. Quería sonreír pero se mordió las ganas.

    Yo también te conozco Klarita. Yo también te conozco.

    Reconocí nuestro autobús por la gente que se apiñaba a su alrededor, por las maletas enormes cargadas de regalos para los hijos, los sobrinos o los padres. Conocía esas caras y esas miradas desconfiadas, porque en el fondo, la mía era también una de ellas.

    Dos días de viaje. Dos días con sus dos noches, pensé, y se me antojó insoportable. Cuarenta y ocho horas encerrado junto a algo más de cuarenta personas –completos desconocidos- en un artilugio con ruedas, cruzando la vieja Europa de oeste a este. Igual resultaba interesante. Con menos ingredientes hay quien es capaz de escribir un libro.

    -Al menos viajamos juntos. No habrá lugar para la soledad entre nuestros asientos- No sólo me conocía, por un momento pensé que podía leer mis pensamientos- Tómatelo como un juego. ¿Recuerdas a Benigni en «La vida es bella»? ¿Qué son 3000 km comparados con un campo de concentración nazi?
    - La verdad es que así visto... - Dije resignado. -No, si puede ser hasta divertido. No cabe duda de que es toda una aventura. Como John Wayne con sus caravanas por el oeste americano, tragando polvo y matando indios, pero en plan moderno claro.
    -No te pases. Cualquiera que te escuche diría que te van a torturar. Que existe una cosa que se llama aire acondicionado ¿Recuerdas?...
    -Afortunadamente. No me apetece pasarme el viaje con máscara antigás.
    Me dio un puñetazo en el brazo derecho.
    -Acero para los barcos- dije intentando que no se notase que me había dolido.
    Me dio otro. No, si me está bien empleado, por chulo y por bocazas.

    La abracé con todas mis fuerzas. El peso del sol caía vertical sobre nuestras cabezas. Nos aplastaba. Sentí el calor que desprendía su cuerpo. Ella sintió por igual el mío.

    -Suéltame, me asfixias. Joder que calor. Eres un chulo y un pesado, que lo sepas.

    -Sí, pero me quieres.

    -Por desgracia- sonrió con picardía. Me rendí. De momento. La solté, no sin antes apretar fuerte mi boca contra sus fruncidos labios.

    Nuestros futuros compañeros de viaje hablaban a gritos y reían. Risas forzadas por los nervios. Alegría en los labios, tristeza en los ojos. Personas en tierra de nadie. Sin nacionalidad definida. Aquí, en España, extranjeros. En Rumania emigrados. En Madrid, Dumitru el Rumano, en Deva, la ciudad que le vio nacer hace 43 años, Dumitru el español. Malditos Seres Humanos, poniéndole etiquetas a todo. Papeles y documentos. Fronteras. Absurdo invento.
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domingo, 1 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

    Capítulo I:

    Klara aún dormía, dándome la espalda, infantilmente encogida. Yo -boca arriba, con las piernas en uve y desnudo sobre la cama revuelta- observaba la negrura de la habitación. No podía dormir. No se debía al calor inherente a las madrileñas noches veraniegas. Mi mente ya estaba viajando, ya estaba conociendo, ya estaba hablando un idioma del que era consciente sólo conocía palabras sueltas. Pero en la frontera que separa el sueño de la vigilia no existen los imposibles, y yo hablaba la limba rumana tan bien o tan mal como pudiera hablar castellano. Bunâ, mâ numesc Alvaro. Ce faci?, bine, si tu?, bine, bine. Nu inteleg. ¿Puedes repetir? Duminica, plimbare, iesire, lingura, pupa-ma-n cur...
    Era incapaz de mantener los ojos abiertos, creyendo mirar a un techo que no existía a aquellas horas.
   ¿Qué hora es? ¿A quién puede importarle? Es pronto, ya sonará el despertador. Duerme un poco más. Mañana vas a estar hecho polvo. Imposible. No hay manera de convencerse a uno mismo. No podemos engañarnos, podemos engañar al mundo entero, pero a nosotros mismos imposible, siempre cargaremos con el peso de nuestras malditas conciencias.

    Bajé los parpados y aquella nueva oscuridad me pareció más llevadera. No hay nada como la oscuridad auto impuesta, pensé. Mi mente comenzó a analizar detalles y recuerdos, personas presentes y pasadas, quizá también personas futuras.
    Todo tiene cabida en una noche de insomnio, todo tiene un cómo y un porqué a través de los vapores del sueño. Todo tiene fácil solución, hasta que despunta el alba y las soluciones se diluyen con las luces del nuevo día.
    Debí quedarme dormido, porque fue ella la que me despertó con un sonoro beso, y no el timbre del despertador, lo cual he de reconocer, siempre ha sido una sensación mucho más agradable.

    Sonreía y me fue imposible no corresponderle. Habría sido lo más parecido a una traición. No hay peor asesinato que el de una sonrisa. Nunca perdonaré a aquel que trunca una sonrisa.
    Estaba completamente desnuda, que es algo así como decir que estaba radiante, hermosa, inmensamente mujer. Entre las rendijas de la persiana se colaba la tenue luz del amanecer, la cual ella parecía absorber para después irradiarla con mayor intensidad.
    Era lo más parecido a un cuerpo celestial que hasta la fecha hayan visto mis ojos.

-Pareces un ángel- la dije. Por respuesta obtuve la ampliación de su sonrisa y una ascensión de hombros.

   Con los ojos todavía velados por la claridad la di tres besos de buenos días. Uno lo deposité en sus labios, los dos restantes tomaron forma en la redondez de sus senos. No me dejó darla un cuarto. En algún lugar oscuro y turbio, mi orgullo de irresistible efebo se sintió herido.
    Remolonee unos segundos más en la cama, pero ella echó el resto y le bastaron dos rápidos y precisos ataques de cosquillas para hacerme poner los pies en el suelo.
    Así comenzó esta historia, así comienzan todas las historias del mundo, las antiguas, las actuales y las que están por venir. Nada es nuevo. No somos inventores de nada.
    Todas las historias se escriben por amor. Por amor a una persona o por amor a la literatura. Ésta tiene la inmensa fortuna de cabalgar a lomos de ambos.
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