viernes, 30 de marzo de 2012

El Yonatan, la Jessi, sus primos y la madre que los parió a todos (y todas)

Vengo de leer al Reverte, así que espero que no me lo tengáis muy en cuenta.
El muy hijo de la grandísima puta tiene la virtud de encabronarme conmigo mismo y con mi especie al tiempo que me afila la sonrisa en la comisura de los ojos (sí, en la comisura de los ojos, licencia poética o como coño quieras llamarlo, el que está escribiendo soy yo). Es un grande, entre otras cosas, porque me despierta tanta envidia que me empuja a escribir estas mierdas, sabedor de que no soy digno ni de lustrarle los zapatos.
El caso es que me he leído El Yonatan y la Jessi y joder, he pensado, otra vez el cabrón se me ha adelantado. Ayer fue 29M, ya sabéis, huelga general, piquetes, reforma laboral... la polla en verso, vamos.
Y este que escribe, pringado donde los haya, currando, cumpliendo servicios mínimos pero currando, y casi con la total y amarga certeza de que si los servicios no fuesen mínimos habría estado esquiroleando como el cobarde que es. Tenemos lo que nos merecemos.
Pero no era este el tema del que venía a hablar.
El caso es que cuando volvía a casa después del curro, curro de mierda ya ustedes saben, de esos que a final de mes rezas sin ser creyente para que la nomina roce los mil euros, después de esperar más de treinta minutos un autobús que desde el primero de ellos sabía no iba a llegar, me decidí a patearme las calles y volver a casa andando.
Y en este paseo, ya les he puesto en antecedentes: huelga general, Madrid, once de la noche... me encontré con la Jessi, el Yonatan, sus primos y la madre que los parió a todos y todas (como dice la ministra de desigualdad) repartidos por los parques y las plazuelas haciendo un botellón de esos que cuando estás metido en ellos piensas que no hay más día que hoy, ni más copa que la que tienes en la mano. Carpe diem lo llamaría Estrada.
El caso es que ahí estaban, con sus pantalones cagaos, sus voces y sus risas, sus bolsas de hielos, sus piercings, sus copas y sus canutos endulzando el aire enfermo de esta ciudad, en una jornada de huelga general, días después de aprobarse una reforma laboral que los/nos condena a unas condiciones laborales propias del universo dickensiano, el día antes de aprobarse los Presupuestos Generales del Estado más austeros (¡Toma eufemismo!) desde que la democracia es el sistema de gobierno que dicen rige este país, como si la cosa no fuera con ellos.
Los maldije en voz baja. Como el amigo Arturo, pensé, con la musiquilla de la canción de Juan Luis Guerra sonando en mi cabeza aquello de ojalá que llueva napalm.
Y aún incrédulo por su comportamiento, por su absoluta ignorancia de la realidad en la que sin saberlo están metidos, en lo más profundo los envidié, como sé que envidió el hijo de puta del Arturo a la Jessi y al Yonatan, con todo su sillón T en la RAE y sus libros y sus premios literarios y su velero y su puto venado; porque ni él ni yo vamos a cumplir ya los veinte años, porque sabemos que no nos vamos a comer un mundo, que en aquellas noches de copas, alcohol y risas dábamos por seguro que nos comeríamos, no hoy, pero sí mañana. Y mañana se presentó de golpe, y nos pilló extinguiendo los vapores de la última resaca, y cuando miramos a nuestro alrededor solo vimos los barrotes que nosotros mismos habíamos puestos a nuestro alrededor y nos dimos cuentan entonces, sólo entonces, en ese maldito instante, que no teníamos las herramientas ni los huevos necesarios para tirarlos abajo.
Allí los dejé -mientras yo me debatía entre el dictador en potencia que todos llevamos dentro y que los exterminaría por decreto ley y el animal racional que se nos presupone ser- ajenos al ruido de sables, a las veces que en un futuro no muy lejano tendrán que agachar la cabeza y decir amen, con dios, lo que usted mande; condenados a convertirse en mano de obra barata y sin cualificar en cualquier país del norte de Europa, porque de éste, lo que se dice de éste, les acabará expulsando el hambre que nosotros, la generación que les precede, les vamos a dejar como herencia.

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