sábado, 14 de abril de 2012

El pequeño lápiz verde.


El pequeño lápiz verde no está en el escritorio. Es lo primero que me dijo el hombre que tengo ahora a mi lado postrado en una cama, escritor de profesión, el día que decidió dejar de escribir. Se llama Juan Herrera Gistau, un servidor es su editor, Carlos Castañeda Iñárritu, de Ediciones Iñárritu.
Juan tiene 73 años y todos, incluido él, sabemos que no cumplirá los 74. Dejó de escribir poco después de cumplir los 32  y aunque parezca mentira, hasta el día de hoy ha vivido de sus libros, y puestos a contarlo todo, nada mal; libros que de algún modo, también son mios. Desde aquella llamada telefónica anunciándome la para él fatal desaparición, he sido su editor y su negro, como vulgarmente se denomina en el mundo literario a aquel que escribe en provecho y lucimiento de otro de mayor renombre o prestigio, que sólo pone la firma. No se escandalicen, no es nada nuevo en el negocio de la escritura, por poner un ejemplo de suficiente peso, Alejandro Dumas padre es considerado uno de los mayores negrièrs de la literatura teniendo a su servicio a un considerable número de nègres, entre los que podría destarcase a Auguste Maquet o Gèrard de Nerval.
Juan por aquel entonces ya tenía un nombre en el mundillo literario, era nuestro escritor estrella, le habíamos publicado tres novelas y todas habían tenido gran aceptación. No era un best seller, pues nunca fue esa su pretensión, pero era un escritor extraordinario, un diamante en bruto que en Ediciones Iñárritu nos dispusimos a pulir y a “explotar”. Al principio pensé que sería algo pasajero, excentricidades propias del genio que era, no creí que pudiese vivir sin escribir, era su vida, siempre lo había dicho. Pensé que quizás desde la editorial le habíamos exigido demasiado y le plantee que se tomase un año sabático.
-No lo entiendes- me dijo. -No voy a escribir más. Lo dejo. No se trata de tiempo, se trata de capacidad. No me siento capaz. Todo lo que he escrito medianamente decente hasta el día de hoy lo había escrito con ese lapicero. En él estaban todas las ideas habidas y por haber, ese lapicero tenía en su interior todas las grandes ideas que podría haber escrito en la vida, como el recien nacido tiene en las encias lo que serán sus futuros dientes.
- ¡Vamos Juan, no dramatices! Puedo entender que estés atravesando un bajón creativo, que te haya abandonado por unos instantes la inspiración, o incluso que ya no le encuentres alicientes a esto de escribir. ¡Pero no me jodas! ¡Que era un lapicero! ¡Un simple lapicero! Dime la marca y modelo y mañana te mando 200.
Me miró primero incrédulo y luego airado.
-¡No tienes ni puta idea de lo que es escribir un libro! Vives rodeado de ellos pero no eres consciente de lo que cuesta escribir un párrafo. De lo que cuesta encontrar la herramienta que escarbe dentro de ti para sacar a flote una novela que venda lo suficiente como para darnos de comer a mi, a ti y a los tuyos. ¡No lo entenderás nunca!

Dio media vuelta y se fue. No me contestó al teléfono ni aceptó entrevistarse con nadie de la editorial en los dos años siguientes.
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