miércoles, 21 de octubre de 2009

Memoria histórica (1 de 3)

Eran las cinco en punto de la tarde en el reloj de pulsera del alguacil de la pequeña localidad jienense. Éste hizo un pequeño ademán con su mano derecha y de repente los sonidos de los clarines y timbales envolvieron a cada uno de los exaltados asistentes a la pequeña plaza de toros municipal. A lo lejos parecieron escucharse una salva de cohetes anunciando la llegada de las autoridades de la localidad. El tendido de sombra era un hervidero de cabezas cubiertas con sombrero andaluz, cigarrillos de liar y alguna que otra mantilla de riguroso luto. Los bloques graníticos del tendido de sol, prácticamente vacío, cegaron los ojos color verde oliva del señor alcalde, a cuyos costados parecía traer cosidos a dos guardias civiles con generosos bigotes y uniforme impecable. Tras él marchaba el señor párroco, todo de negro de la cabeza a los pies, a excepción del alzacuello, a pesar del abrasador sol.
Una fina película de sudor daba brillo a sus morenos rostros.
Los tricornios reflejaban la luz como agoreros espejos de azabache.
Se abrieron los portalones del coso que hacían las veces de puerta grande y un jinete montado sobre un caballo alazán partió en dos el amarillento circulo de albero con 24 marcas de herradura. El equino detuvo sus ollares frente a una bandera roja y gualda en la que en su centro aparecía estampado en negro un águila imperial. El jinete se descubrió al mismo tiempo en que el señor alcalde se ponía en pie con toda la majestuosidad de la que era capaz. Lanzó al aire una llave niquelada que tras desprender dos vagos destellos en su trayecto fue a parar al fondo del gris sombrero andaluz que portaba el jinete; este la recogió y acto seguido se cubrió de nuevo, saliendo al galope para al pasar a la altura del alguacil dejarla caer casi imperceptiblemente en la mano de este, mientras el garañón seguía al galope desapareciendo tras los portalones. Sonaron de nuevo los clarines, la rojiza puerta de chiqueros se abrió lentamente, un rectángulo de negrura sin fondo ocupó su lugar mientras los más pequeños se agachaban con la vana ilusión de poder penetrar con sus todavía ingenuos ojos aquella oscuridad extraterrena. De pronto, como creado a partir de aquella misma negrura, apareció altanero un morlaco de amplias astas y rizada testuz. La pequeña orquesta dejó de tocar. El animal, desorientado y cegado por el abrasador sol de aquella infernal tarde de agosto, giró sobre sus cuatro patas contemplando el, para él, extraño lugar. Un capote mostrado desde uno de los burladeros llamó su atención, se precipitó hacia él y con una bravura digna de los de su estirpe hizo saltar varias astillas de la barrera al tiempo que la cuadrilla que tras ella se guarecía se vino abajo, para así evitar de nuevo llamar su atención. Manuel Rodríguez “Manolito” contuvo la respiración y se tragó el miedo. Mordisqueó la descolorida capa y se santiguó casi de un modo mecánico. Se caló la montera hasta las cejas y dio un paso mas allá de la seguridad del burladero. Arrastraba los pies sobre la abrasadora arena, como intentando evitar el encuentro con el animal.
-¡He! ¡Toro! ¡He!
El toro giró su poderoso cuello hacia el lugar del que le había llegado el cite y se arrancó con todo su coraje animal. A Manuel Rodríguez le pudo el miedo, sus piernas eran de plomo, estaba clavado en el centro de la plaza y pensó que aquella era una tarde tan buena como otra cualquiera para perder la vida. Un olor acre le volvió en sí, vio como los cuartos traseros del animal pasaban bajo la pesada capa, y entonces fue cuando “Manolito”, la local y emergente figura del toreo, se hizo cargo de la situación, pasando Manuel Rodríguez a segundo plano. La gente enloqueció, los aplausos y los olés se apoderaron de la plaza, y Manolito entendió entonces que esa tarde no habría de ser en la que un astado le segara la vida, que aquella tarde comenzaba su triunfal vida como matador de toros, que atrás comenzaban a quedar el hambre y las penurias sufridas, y por un segundo, los aplausos y los olés nublaron tanto su entendimiento que no pudo evitar que el orgullo asomase a su mente y desease que él le viese allí, en el centro de aquella plaza en la que ya de niños correteaban y jugaban haciendo el uno las veces de toro y el otro las de torero, aclamado y reconocido por todos; mientras él, el hijo bueno y atento, el que había pasado sus años de juventud estudiando en Granada, se estaba pudriendo en un calabozo, comido por la fiebre y las chinches.

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