sábado, 29 de junio de 2013

El plan de pensiones.

Se lanzó al vacío desde el balcón del séptimo C, dejando atrás un piso hipotecado que no podía pagar y una biblioteca repleta de libros sin leer. Tenía dos planes de pensiones, uno fatalmente reinvertido en acciones preferentes de un conocido banco intervenido y otro que descansaba en los anaqueles del salón, junto al butacón de piel negra y la lámpara de pie. Grandes Autores de la Lengua Española. Obras Completas.
30 años mirando los volúmenes cuidadosamente encuadernados, recreándose en la ansiada jubilación, en los momentos de inmensa felicidad que sabía le reportarían esas lecturas, una vez fuese dueño de las 24 horas de un día que hoy no le pertenecían. Se equivocó, ahora lo sabe. Debe estar justo a la altura del quinto, porque acaba de ver, como en un fotograma, a la vecina del quinto C tendiendo una camisa roja. La vecina del quinto C y una camisa roja. Eso es la vida. Ahora daría lo que fuese por poderse agarrar eternamente a esa imagen; a esa camisa roja y a ese rostro en el cual todavía su propietaria desconoce la sorpresa que refleja. Siempre pensó que los suicidas se desmayaban antes de llegar al suelo, que la adrenalina corriendo revoltosa por las venas le desharía el nudo que últimamente se había cobijado en el lugar exacto en el que se practican las traqueotomías, pero no era así, ahora lo sabía. Y no podría legarle su descubrimiento a nadie. Eso apretó aún más el nudo. Por desgracia, en lo referente al tiempo, estaba en lo cierto; el tiempo no es que se detuviese, es que no existía. No había horas, minutos, ni segundos. El tiempo sólo existe en nuestro reloj de pulsera dijo el genio de Ulm mientras su cabeza despeinada se mezclaba con la cara de la vecina del quinto C y con la camisa roja. Esto es una locura pensó. Sentía como el aire penetraba caliente entre sus dedos, un aire en el que descubrió matices hasta entonces imposibles de percibir. Podía sentir el olor a césped recién cortado del parque situado a 20 minutos de su casa, y el olor de la panadería del numero 27 de su misma calle, y también, cómo no, el olor del contenedor situado en la acera de enfrente, pero no le pareció un olor especialmente desagradable, podría decir que era tan desagradable como pudiera serlo el olor a mierda fresca de vaca en cualquier paseo campestre. La vecina del quinto C. Una camisa roja. Albert Einstein. Mierda fresca de vaca. Esto y un número incontable de pensamientos más era ahora su vida. Su vida era la distancia que le separaba del suelo. Y pensó incluso en calcularla. La distancia, calculada para un cuerpo en caída libre, es igual a un medio de la aceleración por el tiempo al cuadrado. La aceleración es g; g son 9,8 metros por segundo al cuadrado. Pero ¿Y el tiempo? Si el tiempo no existe ¿La distancia es infinita? Sabía que no era así y que si reunía el valor suficiente como para mirar hacia abajo ratificaría que entre todas las palabras que en la caída habían venido conformando en su mente la palabra vida, infinita no tenía cabida entre ellas.  Miró abajo. Gris. Un gris cada vez con más matices. Un gris liso en un primer momento, pero que se fue volviendo rugoso; una colilla, una hoja de un plátano de sombra a medio secar. Una hoja de plátano de sombra a medio secar. Un ruido sordo. Hueco.




El nudo ya no estaba. Abrió los ojos asustado. Miró las palmas húmedas de unas manos que le costó reconocer como propias. Una corriente de aire le hizo mirar a su izquierda, donde unas cortinas translucidas bailaban al ritmo marcado por la ligera brisa de la tarde. Todo estaba ahora en su lugar. Todo menos un volumen que se encontraba caído a sus pies. Un ruido sordo.
Se inclinó para recogerlo. Se puso costosamente en pie y con sumo cuidado depositó el libro sobre el asiento del butacón. Dio los dos pasos que le separaban de la ventana y sin mirar al exterior la cerró para seguidamente acercarse a una vieja librería y extraer un cuaderno de anillas en el que con un pequeño lápiz verde añadió a una lista que ya ocupaba varias páginas por ambas caras las palabras: Vecina del quinto C. Camisa roja.  Albert Einstein. Mierda fresca de vaca. Una hoja de plátano de sombra a medio secar.
Cerró el cuaderno y lo devolvió a su lugar. La Vida, había escrito años atrás en sus pastas, cuando comenzaron las pesadillas. La primera fue la noche posterior a la ejecución del desahucio. Lo recuerda como si fuera ahora. El sonido insistente del timbre. La comisión judicial al otro lado de la puerta. Él en medio del salón. La puerta del balcón abierta y otras cortinas bailando al mismo son que hace tan sólo unos segundos bailaban estas otras, quizá empujadas por una brisa, abuela de ésta que hoy le despejó. Miró atrás. Cree que ahí estuvo la clave. Estaba decidido pero miró atrás. El timbre seguía sonando. Recuerda mirar la librería de izquierda a derecha, barrerla con los ojos, queriendo en el poco tiempo del que disponía leer todos los volúmenes que había venido coleccionando. Sabía que era imposible. Paseó el dedo índice de la mano derecha por encima del lomo de cada uno de los libros, sintiendo la ondulación que se producía al pasar de unos a otros. El dedo se detuvo. Y por esas casualidades del destino, el sonido del timbre también cesó, o tal vez había cesado instantes antes, pero él no lo había notado, abstraído como estaba paseando de izquierda a derecha de la librería con el dedo índice pegado a los lomos de los volúmenes. Extrajo el libro sobre el que se había detenido aquel dedo que parecía poseer criterio propio y leyó el primer párrafo.

« ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.»

La comisión judicial lo encontró sereno, sentado en el butacón negro, enfrascado en la lectura de un grueso libro en el que en su portada aparecía un hombre con barba negra y mirada felina.

Lo mira ahora, años después. Mira su dedo -el mismo que se detuvo en aquel libro después de haber pasado por encima de otros- girando la muñeca para poderlo observar desde todos los ángulos. Dice gracias. Pero nadie puede saber si se lo dice al dedo o si se lo dice a la librería o si se lo dice al hombre con ojos de gato o si se lo dice a un tiempo y un orden que en realidad no existen. Qué importa. Digamos de él que es un hombre agradecido porque puede seguir rellenando con palabras un cuaderno en el que en su pasta un día escribió, con un rotulador indeleble negro y pulso firme, La Vida.


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