30 años mirando los volúmenes cuidadosamente encuadernados, recreándose en la ansiada jubilación, en los momentos de inmensa felicidad que sabía le reportarían esas lecturas, una vez fuese dueño de las 24 horas de un día que hoy no le pertenecían. Se equivocó, ahora lo sabe. Debe estar justo a la altura del quinto, porque acaba de ver, como en un fotograma, a la vecina del quinto C tendiendo una camisa roja. La vecina del quinto C y una camisa roja. Eso es la vida. Ahora daría lo que fuese por poderse agarrar eternamente a esa imagen; a esa camisa roja y a ese rostro en el cual todavía su propietaria desconoce la sorpresa que refleja. Siempre pensó que los suicidas se desmayaban antes de llegar al suelo, que la adrenalina corriendo revoltosa por las venas le desharía el nudo que últimamente se había cobijado en el lugar exacto en el que se practican las traqueotomías, pero no era así, ahora lo sabía. Y no podría legarle su descubrimiento a nadie. Eso apretó aún más el nudo. Por desgracia, en lo referente al tiempo, estaba en lo cierto; el tiempo no es que se detuviese, es que no existía. No había horas, minutos, ni segundos. El tiempo sólo existe en nuestro reloj de pulsera dijo el genio de Ulm mientras su cabeza despeinada se mezclaba con la cara de la vecina del quinto C y con la camisa roja. Esto es una locura pensó. Sentía como el aire penetraba caliente entre sus dedos, un aire en el que descubrió matices hasta entonces imposibles de percibir. Podía sentir el olor a césped recién cortado del parque situado a 20 minutos de su casa, y el olor de la panadería del numero 27 de su misma calle, y también, cómo no, el olor del contenedor situado en la acera de enfrente, pero no le pareció un olor especialmente desagradable, podría decir que era tan desagradable como pudiera serlo el olor a mierda fresca de vaca en cualquier paseo campestre. La vecina del quinto C. Una camisa roja. Albert Einstein. Mierda fresca de vaca. Esto y un número incontable de pensamientos más era ahora su vida. Su vida era la distancia que le separaba del suelo. Y pensó incluso en calcularla. La distancia, calculada para un cuerpo en caída libre, es igual a un medio de la aceleración por el tiempo al cuadrado. La aceleración es g; g son
sábado, 29 de junio de 2013
El plan de pensiones.
Se lanzó al vacío desde el balcón del séptimo C, dejando
atrás un piso hipotecado que no podía pagar y una biblioteca repleta de libros sin leer. Tenía dos
planes de pensiones, uno fatalmente reinvertido en acciones preferentes de un
conocido banco intervenido y otro que descansaba en los anaqueles del salón,
junto al butacón de piel negra y la lámpara de pie. Grandes Autores de la Lengua Española. Obras Completas.
30 años mirando los volúmenes cuidadosamente encuadernados, recreándose en la ansiada jubilación, en los momentos de inmensa felicidad que sabía le reportarían esas lecturas, una vez fuese dueño de las 24 horas de un día que hoy no le pertenecían. Se equivocó, ahora lo sabe. Debe estar justo a la altura del quinto, porque acaba de ver, como en un fotograma, a la vecina del quinto C tendiendo una camisa roja. La vecina del quinto C y una camisa roja. Eso es la vida. Ahora daría lo que fuese por poderse agarrar eternamente a esa imagen; a esa camisa roja y a ese rostro en el cual todavía su propietaria desconoce la sorpresa que refleja. Siempre pensó que los suicidas se desmayaban antes de llegar al suelo, que la adrenalina corriendo revoltosa por las venas le desharía el nudo que últimamente se había cobijado en el lugar exacto en el que se practican las traqueotomías, pero no era así, ahora lo sabía. Y no podría legarle su descubrimiento a nadie. Eso apretó aún más el nudo. Por desgracia, en lo referente al tiempo, estaba en lo cierto; el tiempo no es que se detuviese, es que no existía. No había horas, minutos, ni segundos. El tiempo sólo existe en nuestro reloj de pulsera dijo el genio de Ulm mientras su cabeza despeinada se mezclaba con la cara de la vecina del quinto C y con la camisa roja. Esto es una locura pensó. Sentía como el aire penetraba caliente entre sus dedos, un aire en el que descubrió matices hasta entonces imposibles de percibir. Podía sentir el olor a césped recién cortado del parque situado a 20 minutos de su casa, y el olor de la panadería del numero 27 de su misma calle, y también, cómo no, el olor del contenedor situado en la acera de enfrente, pero no le pareció un olor especialmente desagradable, podría decir que era tan desagradable como pudiera serlo el olor a mierda fresca de vaca en cualquier paseo campestre. La vecina del quinto C. Una camisa roja. Albert Einstein. Mierda fresca de vaca. Esto y un número incontable de pensamientos más era ahora su vida. Su vida era la distancia que le separaba del suelo. Y pensó incluso en calcularla. La distancia, calculada para un cuerpo en caída libre, es igual a un medio de la aceleración por el tiempo al cuadrado. La aceleración es g; g son9,8
metros por segundo al cuadrado. Pero ¿Y el tiempo? Si el
tiempo no existe ¿La distancia es infinita? Sabía que no era así y que si
reunía el valor suficiente como para mirar hacia abajo ratificaría que entre
todas las palabras que en la caída habían venido conformando en su mente la
palabra vida, infinita no tenía cabida entre ellas. Miró abajo. Gris. Un gris cada vez con más
matices. Un gris liso en un primer momento, pero que se fue volviendo rugoso;
una colilla, una hoja de un plátano de sombra a medio secar. Una hoja de
plátano de sombra a medio secar. Un ruido sordo. Hueco.
30 años mirando los volúmenes cuidadosamente encuadernados, recreándose en la ansiada jubilación, en los momentos de inmensa felicidad que sabía le reportarían esas lecturas, una vez fuese dueño de las 24 horas de un día que hoy no le pertenecían. Se equivocó, ahora lo sabe. Debe estar justo a la altura del quinto, porque acaba de ver, como en un fotograma, a la vecina del quinto C tendiendo una camisa roja. La vecina del quinto C y una camisa roja. Eso es la vida. Ahora daría lo que fuese por poderse agarrar eternamente a esa imagen; a esa camisa roja y a ese rostro en el cual todavía su propietaria desconoce la sorpresa que refleja. Siempre pensó que los suicidas se desmayaban antes de llegar al suelo, que la adrenalina corriendo revoltosa por las venas le desharía el nudo que últimamente se había cobijado en el lugar exacto en el que se practican las traqueotomías, pero no era así, ahora lo sabía. Y no podría legarle su descubrimiento a nadie. Eso apretó aún más el nudo. Por desgracia, en lo referente al tiempo, estaba en lo cierto; el tiempo no es que se detuviese, es que no existía. No había horas, minutos, ni segundos. El tiempo sólo existe en nuestro reloj de pulsera dijo el genio de Ulm mientras su cabeza despeinada se mezclaba con la cara de la vecina del quinto C y con la camisa roja. Esto es una locura pensó. Sentía como el aire penetraba caliente entre sus dedos, un aire en el que descubrió matices hasta entonces imposibles de percibir. Podía sentir el olor a césped recién cortado del parque situado a 20 minutos de su casa, y el olor de la panadería del numero 27 de su misma calle, y también, cómo no, el olor del contenedor situado en la acera de enfrente, pero no le pareció un olor especialmente desagradable, podría decir que era tan desagradable como pudiera serlo el olor a mierda fresca de vaca en cualquier paseo campestre. La vecina del quinto C. Una camisa roja. Albert Einstein. Mierda fresca de vaca. Esto y un número incontable de pensamientos más era ahora su vida. Su vida era la distancia que le separaba del suelo. Y pensó incluso en calcularla. La distancia, calculada para un cuerpo en caída libre, es igual a un medio de la aceleración por el tiempo al cuadrado. La aceleración es g; g son
El nudo ya no estaba. Abrió los ojos asustado. Miró las
palmas húmedas de unas manos que le costó reconocer como propias. Una corriente
de aire le hizo mirar a su izquierda, donde unas cortinas translucidas bailaban
al ritmo marcado por la ligera brisa de la tarde. Todo estaba ahora en su
lugar. Todo menos un volumen que se encontraba caído a sus pies. Un ruido
sordo.
Se inclinó para recogerlo. Se puso costosamente en pie y con
sumo cuidado depositó el libro sobre el asiento del butacón. Dio los dos pasos
que le separaban de la ventana y sin mirar al exterior la cerró para
seguidamente acercarse a una vieja librería y extraer un cuaderno de anillas en
el que con un pequeño lápiz verde añadió a una lista que ya ocupaba varias
páginas por ambas caras las palabras: Vecina del quinto C. Camisa roja. Albert Einstein. Mierda fresca de vaca. Una
hoja de plátano de sombra a medio secar.
Cerró el cuaderno y lo devolvió a su lugar. La Vida, había escrito años atrás en sus
pastas, cuando comenzaron las pesadillas. La primera fue la noche posterior a
la ejecución del desahucio. Lo recuerda como si fuera ahora. El sonido
insistente del timbre. La comisión judicial al otro lado de la puerta. Él en
medio del salón. La puerta del balcón abierta y otras cortinas bailando al
mismo son que hace tan sólo unos segundos bailaban estas otras, quizá empujadas
por una brisa, abuela de ésta que hoy le despejó. Miró atrás. Cree que ahí
estuvo la clave. Estaba decidido pero miró atrás. El timbre seguía sonando.
Recuerda mirar la librería de izquierda a derecha, barrerla con los ojos,
queriendo en el poco tiempo del que disponía leer todos los volúmenes que había
venido coleccionando. Sabía que era imposible. Paseó el dedo índice de la mano
derecha por encima del lomo de cada uno de los libros, sintiendo la ondulación
que se producía al pasar de unos a otros. El dedo se detuvo. Y por esas
casualidades del destino, el sonido del timbre también cesó, o tal vez había
cesado instantes antes, pero él no lo había notado, abstraído como estaba
paseando de izquierda a derecha de la librería con el dedo índice pegado a los
lomos de los volúmenes. Extrajo el libro sobre el que se había detenido aquel
dedo que parecía poseer criterio propio y leyó el primer párrafo.
« ¿Encontraría a
la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine,
al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota
sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se
inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces
detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural
cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y
acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un
encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se
da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que
aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.»
La comisión judicial lo encontró sereno, sentado en el
butacón negro, enfrascado en la lectura de un grueso libro en el que en su
portada aparecía un hombre con barba negra y mirada felina.
Lo mira ahora, años después. Mira su dedo -el mismo que se
detuvo en aquel libro después de haber pasado por encima de otros- girando la
muñeca para poderlo observar desde todos los ángulos. Dice gracias. Pero nadie
puede saber si se lo dice al dedo o si se lo dice a la librería o si se lo dice
al hombre con ojos de gato o si se lo dice a un tiempo y un orden que en
realidad no existen. Qué importa. Digamos de él que es un hombre agradecido
porque puede seguir rellenando con palabras un cuaderno en el que en su pasta
un día escribió, con un rotulador indeleble negro y pulso firme, La Vida.
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