lunes, 26 de octubre de 2009

Memoria histórica (2 de 3)

El cabo Felipe Ruiz bajó a los calabozos escoltado por otros diez guardias venidos de los cuarteles de Jaén capital. Mandó abrir las celdas y ordenó salir a los presos con las manos sobre la cabeza.
- ¡A todo aquel que nombre, que de un paso al frente!- voceó a la galería.
En sus manos sostenía tres folios con 10 nombres por folio. Personas con nombres y apellidos, padres, hijos, maridos, hermanos, amantes...
Por cada nombre que recitaba, uno de los guardias se acercaba al preso y previamente esposado lo sacaba bien a rastras o a empujones de la galería, entre los gritos y las blasfemias del recluso, para una vez en el patio del acuartelamiento montarlos sobre un camión militar custodiado por otros 10 guardias excesivamente armados.
Victoriano Rodríguez seguía con las manos sobre la cabeza cuando el cabo Felipe Ruiz pasó a leer los nombres escritos en el tercer folio. Aquella espera, aquella incertidumbre era incluso peor que la muerte. Si en ese momento le hubiesen dado a elegir entre aquella angustia y la muerte, sin lugar a dudas habría elegido la muerte. Nunca se consideró un valiente, pero había llegado a ese punto en el que la muerte le parecía el menor de los males. Si no le mataba un pelotón de fusilamiento acabaría haciéndolo la tuberculosis. La muerte en el paredón le parecía más digna, más poética, más punto y final.
Hasta que escuchó su nombre, hasta que sintió el metal de los grilletes apretándole en exceso las huesudas muñecas, entonces se dio cuenta de que no quería morir, que una bala atravesando su escuálido cuerpo no tenía nada de poético, que un segundo más de tuberculosa vida era preferible a la irreversible muerte. Entonces pataleó y gritó como lo habían hecho los 22 presos nombrados antes que él, se retorció y blasfemó, incluso pidió clemencia al igual que hicieran el resto de nombrados y por los cuales sintió asco y vergüenza apenas unos minutos antes. Ahora él era el cobarde. Ahora de verdad sentía el óxido sabor del miedo recorriéndole las venas. Ahora sabía que la hora del juicio final había llegado para él.
Al salir al patio, la abrasadora luz del mediodía le cegó, estaba ligeramente mareado y desorientado. La encalada fachada del cuartel municipal rezumaba blancura, tuvo que cerrar los ojos, y con ellos cerrados y entre empujones fue subido al camión. Lo que encontró al abrir poco a poco los ojos fue rostros demacrados y tatuados por el miedo, sentados a su alrededor en sendos bancos fijados a los laterales de la caja del camión. Cerro de nuevo los ojos intentando encontrar algo de sosiego y entonces unos rasgos de mujer aparecieron en su memoria, unos ojos almendrados y color miel le miraban con dulzura, una boca pequeña y apretada parecía recriminarle algo; un empujón le hizo desenhebrar el hilo del recuerdo y se vio obligado a abrir los ojos y a apretarse un poco más para dar cabida a un nuevo preso que era arrojado al interior del camión.
Pocos minutos después el camión recorría de forma pausada y con la caja totalmente cubierta por una cuarteada lona caqui las desiertas calles del pueblo. Tan sólo al enfilar la carretera principal, al aproximarse a la plaza de toros, Victoriano sintió el rumor de la vida al otro lado de la lona, al escuchar a lo lejos una orquesta y algunas voces de chiquillos cuyo contenido no fue capaz de desenmarañar, entonces cayó en la cuenta, era el día de la virgen, los iban a fusilar el mismo día de la fiesta del pueblo.
Quiso gritar, pero la oscuridad de la boca de un fusil situada a apenas un palmo de sus ojos, pareció tragarse su grito.
Cuando les bajaron del camión supo perfectamente dónde se encontraba. Aquella pinara la había recorrido palmo a palmo hacía ya años junto con su padre, recogiendo piñas, jaras y teas antes de comenzar cada invierno. Reconoció la vereda por la que a empujones de culata les conducían. Sabía que aquella vereda, doscientos metros más abajo, terminaba bruscamente en la tapia trasera del cementerio municipal.
Sintió cómo un saliente de piedra se le clavaba en un costado y cómo por encima de su cabeza aun quedaban dos palmos de muro. El sol le golpeaba de frente y apenas si podía entreabrir los ojos, lo suficiente como para ver frente a él los rostros impertérritos de cada uno de los 30 guardias que formaban el pelotón de fusilamiento.
Les habían atado las manos y pies y sellado la boca con jirones de sabanas, pero les habían dejado los ojos abiertos para que pudiesen ver como la muerte venía por ellos. Los bruñidos fusiles lanzaban destellos que parecían llegar del más allá.
Alzó la vista al sol hasta quedar prácticamente ciego. Tomó aire y aprovechando el ligero margen que le daban las ligaduras de sus pies, dio un pequeño paso al frente, pensando que a fin de cuentas aquella era una tarde tan buena como otra cualquiera para perder la vida.
El cabo Ruiz consultó su reloj de muñeca, eran las cinco en punto de la tarde, hizo un leve gesto con el dedo índice de la mano derecha, y al momento, un tronar ensordecedor se extendió por todo el pinar, haciendo que cientos de aves levantasen el vuelo.
Victoriano Ruiz apenas sintió dolor, tan sólo el acre olor de la pólvora inundando sus fosas nasales y una nube de humo gris a través de la cual creyó ver unos ojos almendrados color de miel.

No hay comentarios: