viernes, 26 de marzo de 2010

Era lunes, o quizás jueves...

Era lunes, o quizás jueves, lo único que recordaba con absoluta certeza era aquel frío sol de invierno entrando por la ventana. Afuera, las ramas desnudas de un árbol agitadas por el viento.
Intentó moverse, pero algo se lo impedía, tenía la absoluta certeza de que su cerebro enviaba correctamente la orden a sus extremidades, pero éstas no respondían.
Sintió miedo. Tenía la boca pastosa y un sabor a óxido le inundaba la garganta, intentó humedecerse los labios, pero apenas si pudo tocar con la punta de la lengua la zona interna del labio; lo sintió extremadamente suave, como hinchado, pero no acusaba dolor alguno.
Fue al intentar girar la cabeza cuando un agudo dolor le nubló la vista, emitió un quejido más animal que humano por lo que tenía de gutural y entonces, una voz de mujer le acarició desde el lado opuesto al que tenía anclada la mirada.
-No intente moverse, está en el hospital. Descanse. Lo peor ha pasado, está a salvo. Cuidaremos de usted... –
Sabe que la mujer que le manda mensajes cargados de aliento desde su derecha sigue hablando, pero ya no la escucha, o al menos no recuerda qué más dijo, puesto que en su mente quedaron rebotando las palabras “hospital”, “lo peor”, “a salvo” e intenta encontrar repuesta a las múltiples preguntas que su cerebro le plantea de forma atropellada, solapándose las unas a las otras. ¿Qué hago yo en un hospital? ¿Qué me ha pasado? ¿Qué es lo peor? ¿De qué estoy a salvo?
Aunque lo intenta con todas sus fuerzas, no encuentra respuestas, pero si va más allá, no encuentra nada, ni tan siquiera recuerdos.
La luz blanca lo encharca todo y le molesta cada vez más, las desnudas paredes blancas tampoco ayudan a mitigar esta molestia.
La ventana está situada en el centro de su campo de visión, intuye, ahora se da cuenta, que igual no es casualidad que haya despertado en esa posición, igual tiene algo que ver la voz que de vez en cuando le habla desde el lado opuesto, está completamente segura que aquella ventana es el único lugar digno de toda la habitación.
No sabe por qué, a pesar de encontrarse presente desde el primer momento, ahora la ventana se ha convertido en su centro de atención; más que la ventana, lo que la atrae es lo que se intuye tras esos cristales azotados por el viento, el triangulo azul celeste que se forma en su esquina superior derecha, las raquíticas ramas del árbol asomándose por su parte inferior, el viento barriéndolo todo, el vacío...
La gustaría preguntar qué es lo que ha ocurrido, cuál es su nombre, por qué está allí, tumbada en esa cama sin poderse mover, por qué no puede girar el cuello, porqué no puede mover las piernas, ¿y los brazos? ¡Tampoco! Porqué el sol alumbra tanto en pleno invierno. Por que es invierno ¿verdad? Porqué no hay alguien que haga el favor de bajar la puta persiana... preguntas, decenas de ellas, y todas sin respuesta.
Y si no obtiene respuesta es por dos razones, la primera y principal es porque sabe aun sin intentarlo que es incapaz de articular palabra, al menos de un modo medianamente inteligible y la segunda y más real que la primera es por miedo, por miedo a cerciorar lo que en algún lugar perdido de su memoria se encuentra agazapado, por miedo a verificar la propia incapacidad de comunicación, por simple, puro e irracional miedo, aquello que nos paraliza a todos, el mayor impedimento a cualquier acción.
Entonces, aun sin haber podido variar un centímetro su posición, llora enormes y lentas lágrimas que van a parar a sus labios, que de algún modo se filtran al interior de su boca aliviando su sequedad, sintiendo así un alivio doble.
Escucha como una silla se mueve ligeramente a sus espaldas, y siente la presencia de un cuerpo que se aproxima bordeando la cama.
Otra vez la voz, ahora más dulce si cabe, la solicita tranquilidad, más bien parece suplicársela, se acerca, se agacha ocupando todo su campo de visión, ocultando esa maldita luz que parece querer dejarla ciega, aliviándola.
La limpia con cuidado los mocos que la impiden casi respirar, para luego delicadamente con el borde del pañuelo secarla las lágrimas. La mira de frente, a los ojos, -a primera vista parecen marrones, pero así de cerca, a apenas un palmo, se nota cierto verdor en ellos- es guapa.
Cuando termina de limpiarla la sonríe ampliamente, la aparta el pelo de la frente y se lo acaricia, y mientras tanto, sin apartar esos chispeantes ojos verdosos de los suyos la dice que se va a poner bien, y ella la quiere devolver la sonrisa, quiere darla las gracias, pero no puede, y otra vez esas putas lágrimas afluyendo a sus ojos, y más mocos.

Debe haberse dormido, pues la luz ahora ya no es tan intensa, y aquellos ojos verdes –sabe que no los ha soñado- ya no están allí, clavados en los suyos. La ventana permanece, inmóvil, también inmóvil está el árbol, parece haber cesado el viento. ¿Hacía viento? ¿O lo ha soñado? Ya no está segura, nada la parece totalmente real. ¿Y si los ojos, el viento, la voz, el hospital, la cama, el dolor, la imposibilidad de moverse no fuesen reales? ¿Y si todo fuese un mal sueño?
Pero la ventana sigue ahí, es la misma, no ha cambiado. ¿Y si intentase de nuevo moverse? Otra vez el miedo a afrontar el dolor y lo que es peor, el miedo a una realidad nada atractiva.
Lo hace, intenta mover el pie derecho, pero no hay respuesta. ¿Y si no tiene piernas?
¿Se las habrán cortado? ¿Pero que ocurre con los brazos? Tampoco puede moverlos.
Intenta recordar. Nada.
Su mente es una hoja en blanco, en la que tan solo hay una ventana, un árbol, una voz y unos brillantes ojos verdes.

Continuará...

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