sábado, 8 de mayo de 2010

La otra Metamorfosis.


"Al despertar Gregorio Samsa,
una mañana, de sueños intranquilos,
se encontró convertido en un monstruoso insecto".
Franz kafka.


     Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, extraña pero soleada como las precedentes, se encontró convertido en un monstruoso ser humano.

     Recordaba perfectamente lo que había cenado la noche anterior, y cómo a causa del atracón no había sido capaz de llegar a guarecerse en su madriguera, pero estaba casi totalmente seguro de que la causa de tan singular transformación nada tenía que ver con sus hábitos alimenticios.

     Últimamente -siendo sinceros, desde la repentina desaparición de su padre- se había acostumbrado a vagabundear por la abandonada biblioteca de la casa y a llenar su pequeño vientre con diminutas porciones de celulosa que encontraba en los rincones de los anaqueles o que él mismo desprendía de las páginas de libros que parecían llevar siglos sin ser leídos.

     Así cree ahora que comenzó su perdición, aquella que le ha llevado a convertirse en el monstruo que en estos momentos es. Sabía desde aquella misma noche en que correteó de arriba a abajo y de izquierda a derecha sobre las páginas abiertas y polvorientas de aquel libro que algo en él había cambiado para siempre.

     Aquellas abigarradas manchas negras comenzaron a tener para él un sentido más allá del de su amargo sabor. Creyó sentir algo dentro al juntarlas, al pasear sus diminutos ojillos por ellas mientras sus patas corrían veloces siguiendo su estela.

     A la noche siguiente volvió a la vieja biblioteca, pero ya no con la única intención de encontrar fácil alimento, si no con la idea de perderse de nuevo entre aquellos símbolos que tanto parecían guardar en su interior.

     Así las cosas, no tardó muchas noches en comprender las pautas que regían aquellas manchas negras que ahora ya sabía recibían el nombre de letras, que juntas formaban palabras y cómo éstas a su vez formaban oraciones.

     Sabía leer. Él, una cucaracha, había aprendido a leer.

     Desde aquel momento toda su vida cambió. A medida que pasaban los días se ausentaba más y más tiempo de la madriguera. Comenzó a romper la ancestral norma que señalaba que para salir de la guarida era condición indispensable el que hubiesen desaparecido los últimos rayos de luz solar, así como no prolongar el regreso más allá del amanecer.

     Los últimos días antes de este fatal desenlace apenas si regresó al hueco existente bajo el fregadero de la cocina -donde se une la tubería del sumidero con los partidos azulejos azules- que les sirve a sus hermanos, su madre y él como escondrijo durante el día.

     El poco tiempo que pasaba allí, el aire se le hacía irrespirable, algo le apretaba por dentro y las insistentes preguntas de su madre no ayudaban a que se encontrase mejor. Se sentía un extraño. Percibía que ése ya no era su lugar. Le parecía imposible que aquella fuese su madre, ni que aquellas criaturas que solamente sabían comer y dormir fuesen sus hermanos.

     Cuando la tarde anterior asomó por entre la grieta de los azulejos no dudó ni volvió la vista atrás, tampoco dijo nada, hacía muchas tardes que no se despedía ni daba explicaciones de a dónde se dirigía.

     El repentino cambio que hoy se ha materializado es, por tanto, la gota que ha desbordado un vaso que venía llenándose desde mucho tiempo atrás. Pero siente miedo.

    Ahora es uno de esos seres de los que lleva toda una vida huyendo sin saber aún muy bien el porqué.

     Las palabras pronunciadas por su padre en su más tierna infancia llegan en esta mañana soleada altas y claras a su memoria.

- Cuando te cruces con una de estas monstruosas criaturas, corre hijo. Corre tan rápido como puedas y guarécete en la primera grieta que encuentres en tu camino. Tu vida depende de ello.

     Gregorio se dirigió a la biblioteca ya enfundado en su nuevo cuerpo, dando bandazos a lo largo del corredor. Cuando llegó frente al enorme butacón de desgastado y pulverulento terciopelo rojo situado frente al escritorio ya era dueño y señor de su nuevo cuerpo. Se sentó sobre el butacón y paseó su mano por uno de los múltiples libros que había sobre la mesa, sopló para eliminar el polvo que había sobre él al mismo tiempo que un casi imperceptible rastro de diminutas huellas desaparecían de su vista.

     La dorada serigrafía del título se mostró más resplandeciente a sus ojos.
La Odisea. Homero.
     Allí, sobre aquel escritorio, estaban todos los libros que había devorado en los últimos tiempos: La Divina Comedia, La Iliada, Crimen y castigo, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Cuadros de viaje...

     Contempló con sus nuevos ojos todo lo que tenía a su alrededor, se estremeció de placer al observar cómo la atestada librería trepaba por las paredes, cargada de libros, hasta el techo.
     Se puso en pie y echó un vistazo a todas aquellas obras a las cuales aún no había tenido acceso.

    Tomó una decisión. Limpiaría y adecentaría aquel lugar, le devolvería a su anterior esplendor, costase lo que costase.
     Abrió los amplios ventanales para dejar entrar el aire fresco de la mañana, barrió, limpió de polvo libros y estantes, fregó suelos, limpió cristales y lámparas, todo esto en un frenesí que le hizo olvidar la noción del tiempo. No probó bocado en todo el día.
    Fue ya de noche, al dirigirse a la cocina para refrescar su reseca garganta cuando la vio, negra e inmóvil, sobre la encimera del fregadero.
    
     Sintió asco. Repugnancia. Lo cierto es que no encontró entre todas las palabras que había leído y aprendido una que se ajustase a la perfección a aquella náusea que se había apoderado de su cuerpo.

     La aplastó. Sólo sabe que la aplastó. No recuerda cómo ni con qué. Pero recuerda el sonido, ese crujido característico que en aquel momento escuchó por primera vez. Después vendrían muchos más. Ya no recuerda el número de crujidos que llegaron a sus oídos aquella misma noche ni los que vinieron después, a lo largo de su recién estrenada vida

     Cada uno de esos sonidos le reafirmaba en su nuevo estatus. Él ya no era aquello a lo que aplastaba, es más, no permitiría que ninguna de aquellas criaturas se interpusiesen entre él y su nuevo destino, no consentiría que nada ni nadie le recordasen de dónde procedía. Era el justo precio que había que pagar por salir del negro agujero en el que había vivido hasta entonces.

     Despertó con los colores anaranjados del amanecer, recostado sobre la mesa de la cocina y sentado sobre un taburete. A su alrededor, esparcidos por el suelo, rotos azulejos azules y un sin fin de cucarachas aplastadas.

     No sintió nada. Ni asco ni vergüenza.



"Más turbador que el hombre convertido en insecto es el insecto convertido en hombre que, orgulloso de su nuevo estado y alardeando de los poderes recién adquiridos, encuentra natural aplastar a todos aquellos que a su paso le recuerdan su anterior condición. Y esta metamorfosis ocurre mucho más a menudo". (Rafael Argullol. El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990/1995.)

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