sábado, 1 de mayo de 2010

Una tarde conmigo mismo

Es sábado, 1 de mayo para más señas, día del trabajo creo que lo llaman.
El sol calienta y reconforta un espíritu necesitado de respuestas.
Estoy en el campo, a lo lejos, muda de propia lejanía se encuentra Madrid.
He comido subido a horcajadas sobre el tronco vencido y postrado de un pino.
He andado -mucho- buscando una soledad que se vende cara en estos días y en estos lares; he dejado atrás el bullicio, las voces y la música. Abajo, muy abajo, quedó el lago; abajo, muy abajo quedó el teleférico.
Aquí, dónde ahora escribo contemplativo, lejos de todo y de todos, tan sólo el sol, el aire, encinas encorvadas y mudas, flores amarillas, trinar de pájaros y un intruso, yo.
He leído a la sombra de un intrincado laberinto de encinas algunos discursos que dan que pensar y que soñar, he abrazado una encina de tronco generoso que se ha cruzado en mi camino y una margarita me ha contestado aquello que ya conocía.
Sopla el aire, susurra entre las ramas de una encina de ramas retorcidas y sombra generosa.
Arriba, en lo alto, cuando me rindo sobre la hierba verde y fresca, azul de cielo y nubes blancas.
Cierro los ojos y siento.
De vez en cuando el aire arrastra gritos apagados que nacen en alguna de las atracciones del parque.
Camino. Reniego de caminos y veredas, cruzo el campo salvaje y hermoso, me meto en mitad de enormes superficies de pequeñas flores amarillas.
Grito. Vuelo de pájaros. Nada.
En el horizonte copas de árboles, y a lo lejos, amenazantes como dientes de una boca cariada, enormes bloques de edificios blancos.
De vez en cuando, en esta inútil huida de uno mismo, tropieza uno con personas que al igual que un servidor deben estar buscando su remanso de tranquilidad, su metro cuadrado de sombra y aire en el que deshacer madejas de pensamientos. Todos, de una u otra manera resultamos sospechosos, todos rehusamos cruzarnos, aquí es fácil. Todo es espacio.
Mientras escribo esto, de vez en cuando se oyen voces lejanas a mi espalda, alguna risa mal contenida, una bici, unos pasos... Y otra vez silencio, trinar de pájaros, brisa de aire acariciándolo todo -incluido yo- a su paso.
Las sombras se mueven y yo con ellas. Se alargan. Camino pensando que en algún momento comenzará el regreso, la vuelta, pero todavía no, aún hay tiempo.
El calor y los rayos de sol se atenúan.
Encuentro una nueva zona tranquila, con altas hierbas espigadas que me llegan a la altura de las rodillas. Hay dos árboles que contrastan con la monotonía de encinas -creo que son fresnos- hasta aquí me ha perseguido mi desconocimiento. Sus troncos están abiertos, rajados y agrietados en su interior, huecos.
El sol se encuentra ahora a un palmo del suelo, allá en el horizonte, a mi derecha, sobre una encina. Me siento junto a uno de los dos árboles y recuesto mi espalda contra su tronco. Las altas y frondosas hierbas cubren mis piernas, llegando ahora casi a la altura de mi línea de visión.
Creerme cuando os digo que sólo por haber encontrado este lugar todo mereció la pena.
Igual, quién sabe, ésta era su finalidad. Llegar hasta aquí, reclinado junto a este árbol, oír y ver como el aire mece las hierbas ante mis ojos -pequeñas olas verdes-.
Tener ante mí el campo abierto, y al fondo una pared de encinas que lo oculta todo.
Y esta luz del atardecer que embellece todo lo que toca, y esta paz, esta infinita sensación de paz.
Aquí termino. Toca regresar.
Espero cuando lo necesite, recordar el camino, saber volver sobre mis pies y mis pasos a este mismo lugar.
Y antes de partir, rasgar un pequeño papel y escribir nueve palabras que encuentran cobijo en una grieta del hueco tronco.

Emprendido el regreso, volver la vista y pensar:
-Quiero volver a este lugar-





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