jueves, 20 de mayo de 2010

La Revolución.

     Estoy leyendo “Historia de dos ciudades” de Dickens, ambientada en los albores de La Revolución Francesa y sus primeros y sangrientos años, y no logro quitarme de la cabeza la idea de que existe cierta similitud, salvando la distancia de los dos siglos y pico de "evolución" que nos separan, con la situación actual.
     Allá por 1789, las clases más desfavorecidas se levantaban en armas contra el gobierno autoritario de Luis XVI, la iglesia católica y las clases nobles, que asfixiaban al pueblo llano con diezmos e impuestos.
     Los campesinos, famélicos, dejaron de pagar impuestos y le pegaron fuego a castillos, palacios y a todo aquello que simbolizara al feudalismo.

     El Antiguo Régimen caía obligado por la fuerza de todo un pueblo, desnutrido, bárbaro, colérico y poco ilustrado.

     La tan manida “Liberté, égalité, fraternité” francesa, se abrió pues paso a golpes de bastón, cuchillo, fuego y guillotina; dejando a los ciudadanos de la vieja Europa una Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano impensable apenas un siglo antes.

     Una consulta rápida a la Wikipedia escupe como una de las múltiples causas de la mencionada revolución la crisis económica que azotaba la Francia de finales del siglo XVIII.

     Desde el punto de vista económico, la inmanejable deuda del estado fue exacerbada por un sistema de extrema desigualdad social y de altos impuestos que los estamentos privilegiados, nobleza y clero, no tenían obligación de pagar, pero que sí oprimía al resto de la sociedad.

     Hubo un aumento de los gastos del Estado simultáneo a un descenso de la producción agraria de terratenientes y los campesinos, lo que produjo una grave escasez de alimentos en los meses precedentes a la Revolución.

     Las tensiones, tanto sociales como políticas, mucho tiempo contenidas, se desataron en una gran crisis económica a consecuencia de los dos hechos puntuales señalados: la colaboración interesada de Francia con la causa de la independencia estadounidense (que ocasionó un gigantesco déficit fiscal) y el aumento de los precios agrícolas.

     Por otro lado los periódicos de nuestros días traen en primeras planas los estragos de la actual crisis económica (y por añadidura también social y de valores), huelgas generales en Grecia, recortes económicos (y sociales) en los países capitalistas, “camisas rojas” en el corazón financiero de Bangkok...

     Son estos últimos los que igual por formas y maneras más puedan asemejarse a los revolucionarios franceses que lavaron con sangre la cara de la vieja Europa hace ya más de doscientos años.

Wikipedia dixit:

     El origen de este grupo antigubernamental se encuentra en el golpe de estado de 2006 que derrocó al gobierno de Thaksin Sinawatra.
     Los partidarios del depuesto primer ministro, la mayoría de la población humilde y campesina, se agruparon entonces en la oposición a la dictadura en el grupo Alianza Democrática contra la Dictadura y el Pueblo del Sábado Contra la Dictadura, después convertidos en el Frente Unido Nacional por la Democracia contra la Dictadura.

     Los Camisas Rojas consideran ilegítimo el gobierno de Abhisit Vejjajiva por estar, a su juicio, bajo la tutela del ejército tailandés que derrocó a Thaksin y formó el gobierno interino de militares que redactaría la Constitución de 2007 por la que se rige desde entonces el país.

Mientras escribo esto, en el periódico de hoy que arrugado descansa a mi izquierda, se informa de cómo el ejército tailandés ha reducido la sublevación e impuesto el toque de queda en el país.

“Centenares de soldados armados con fusiles automáticos, granadas y escoltados por tanques blindados desmantelaron ayer el campamento de los camisas rojas, en pleno corazón comercial de Bangkok”.


“Decenas de camisas rojas respondieron con furia al asalto del ejercito, prendiendo fuego a 27 edificios de la ciudad, entre ellos la Bolsa, el canal 3 de la televisión estatal y un importante centro comercial. Mientras, columnas de humo surgían desde diferentes puntos de la ciudad”.


“La ola de violencia traspasó los límites de la capital y miles de simpatizantes respondieron asaltando los ayuntamientos de al menos dos ciudades del nordeste del país.”


“Con las víctimas de ayer se eleva a 84 el número de personas que han perdido la vida y aumenta hasta 1800 los heridos desde que comenzaron las protestas”.


“Dispersar a los manifestantes es la parte fácil, pero al hacerlo por la fuerza el gobierno sembró rencores y desterró la posibilidad de un diálogo reconciliador que evite futuros conflictos”.


     En fin, que como dijo aquel, poca cosa avanzamos, más bien nada.

     La Revolución, con su baño de sangre incluido, que nos haga elevarnos un escalón más en la dignidad como especie humana parece ser que habrá de esperar mucho tiempo. Dudo, y en parte me alegro, de que la alcancen a ver estos ojos. El sistema actual, como otros anteriormente, se tambalea, de eso no cabe la menor duda, y antes o después caerá.
     No será en los países desarrollados donde se geste, no pasamos el suficiente hambre como para levantarnos del sofá y salir a la calle a reclamar una sociedad y un mundo mejor.
     Aún quejándonos como nos quejamos, nos sabemos unos privilegiados y ninguno estamos dispuestos a jugarnos la sangre y el pellejo por un “quítame allá esas pajas”, aunque en este caso las pajas sean miles de millones de euros.

     Parece ser que Asia despierta. África por desgracia aún duerme.

     Tan sólo espero no estar aquí el día en que millones de bocas hambrientas, con sus correspondientes odio y rencor, reclamen la parte de pastel y de dignidad que como iguales les corresponde.
Leer más...

sábado, 8 de mayo de 2010

La otra Metamorfosis.


"Al despertar Gregorio Samsa,
una mañana, de sueños intranquilos,
se encontró convertido en un monstruoso insecto".
Franz kafka.


     Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, extraña pero soleada como las precedentes, se encontró convertido en un monstruoso ser humano.

     Recordaba perfectamente lo que había cenado la noche anterior, y cómo a causa del atracón no había sido capaz de llegar a guarecerse en su madriguera, pero estaba casi totalmente seguro de que la causa de tan singular transformación nada tenía que ver con sus hábitos alimenticios.

     Últimamente -siendo sinceros, desde la repentina desaparición de su padre- se había acostumbrado a vagabundear por la abandonada biblioteca de la casa y a llenar su pequeño vientre con diminutas porciones de celulosa que encontraba en los rincones de los anaqueles o que él mismo desprendía de las páginas de libros que parecían llevar siglos sin ser leídos.

     Así cree ahora que comenzó su perdición, aquella que le ha llevado a convertirse en el monstruo que en estos momentos es. Sabía desde aquella misma noche en que correteó de arriba a abajo y de izquierda a derecha sobre las páginas abiertas y polvorientas de aquel libro que algo en él había cambiado para siempre.

     Aquellas abigarradas manchas negras comenzaron a tener para él un sentido más allá del de su amargo sabor. Creyó sentir algo dentro al juntarlas, al pasear sus diminutos ojillos por ellas mientras sus patas corrían veloces siguiendo su estela.

     A la noche siguiente volvió a la vieja biblioteca, pero ya no con la única intención de encontrar fácil alimento, si no con la idea de perderse de nuevo entre aquellos símbolos que tanto parecían guardar en su interior.

     Así las cosas, no tardó muchas noches en comprender las pautas que regían aquellas manchas negras que ahora ya sabía recibían el nombre de letras, que juntas formaban palabras y cómo éstas a su vez formaban oraciones.

     Sabía leer. Él, una cucaracha, había aprendido a leer.

     Desde aquel momento toda su vida cambió. A medida que pasaban los días se ausentaba más y más tiempo de la madriguera. Comenzó a romper la ancestral norma que señalaba que para salir de la guarida era condición indispensable el que hubiesen desaparecido los últimos rayos de luz solar, así como no prolongar el regreso más allá del amanecer.

     Los últimos días antes de este fatal desenlace apenas si regresó al hueco existente bajo el fregadero de la cocina -donde se une la tubería del sumidero con los partidos azulejos azules- que les sirve a sus hermanos, su madre y él como escondrijo durante el día.

     El poco tiempo que pasaba allí, el aire se le hacía irrespirable, algo le apretaba por dentro y las insistentes preguntas de su madre no ayudaban a que se encontrase mejor. Se sentía un extraño. Percibía que ése ya no era su lugar. Le parecía imposible que aquella fuese su madre, ni que aquellas criaturas que solamente sabían comer y dormir fuesen sus hermanos.

     Cuando la tarde anterior asomó por entre la grieta de los azulejos no dudó ni volvió la vista atrás, tampoco dijo nada, hacía muchas tardes que no se despedía ni daba explicaciones de a dónde se dirigía.

     El repentino cambio que hoy se ha materializado es, por tanto, la gota que ha desbordado un vaso que venía llenándose desde mucho tiempo atrás. Pero siente miedo.

    Ahora es uno de esos seres de los que lleva toda una vida huyendo sin saber aún muy bien el porqué.

     Las palabras pronunciadas por su padre en su más tierna infancia llegan en esta mañana soleada altas y claras a su memoria.

- Cuando te cruces con una de estas monstruosas criaturas, corre hijo. Corre tan rápido como puedas y guarécete en la primera grieta que encuentres en tu camino. Tu vida depende de ello.

     Gregorio se dirigió a la biblioteca ya enfundado en su nuevo cuerpo, dando bandazos a lo largo del corredor. Cuando llegó frente al enorme butacón de desgastado y pulverulento terciopelo rojo situado frente al escritorio ya era dueño y señor de su nuevo cuerpo. Se sentó sobre el butacón y paseó su mano por uno de los múltiples libros que había sobre la mesa, sopló para eliminar el polvo que había sobre él al mismo tiempo que un casi imperceptible rastro de diminutas huellas desaparecían de su vista.

     La dorada serigrafía del título se mostró más resplandeciente a sus ojos.
La Odisea. Homero.
     Allí, sobre aquel escritorio, estaban todos los libros que había devorado en los últimos tiempos: La Divina Comedia, La Iliada, Crimen y castigo, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Cuadros de viaje...

     Contempló con sus nuevos ojos todo lo que tenía a su alrededor, se estremeció de placer al observar cómo la atestada librería trepaba por las paredes, cargada de libros, hasta el techo.
     Se puso en pie y echó un vistazo a todas aquellas obras a las cuales aún no había tenido acceso.

    Tomó una decisión. Limpiaría y adecentaría aquel lugar, le devolvería a su anterior esplendor, costase lo que costase.
     Abrió los amplios ventanales para dejar entrar el aire fresco de la mañana, barrió, limpió de polvo libros y estantes, fregó suelos, limpió cristales y lámparas, todo esto en un frenesí que le hizo olvidar la noción del tiempo. No probó bocado en todo el día.
    Fue ya de noche, al dirigirse a la cocina para refrescar su reseca garganta cuando la vio, negra e inmóvil, sobre la encimera del fregadero.
    
     Sintió asco. Repugnancia. Lo cierto es que no encontró entre todas las palabras que había leído y aprendido una que se ajustase a la perfección a aquella náusea que se había apoderado de su cuerpo.

     La aplastó. Sólo sabe que la aplastó. No recuerda cómo ni con qué. Pero recuerda el sonido, ese crujido característico que en aquel momento escuchó por primera vez. Después vendrían muchos más. Ya no recuerda el número de crujidos que llegaron a sus oídos aquella misma noche ni los que vinieron después, a lo largo de su recién estrenada vida

     Cada uno de esos sonidos le reafirmaba en su nuevo estatus. Él ya no era aquello a lo que aplastaba, es más, no permitiría que ninguna de aquellas criaturas se interpusiesen entre él y su nuevo destino, no consentiría que nada ni nadie le recordasen de dónde procedía. Era el justo precio que había que pagar por salir del negro agujero en el que había vivido hasta entonces.

     Despertó con los colores anaranjados del amanecer, recostado sobre la mesa de la cocina y sentado sobre un taburete. A su alrededor, esparcidos por el suelo, rotos azulejos azules y un sin fin de cucarachas aplastadas.

     No sintió nada. Ni asco ni vergüenza.



"Más turbador que el hombre convertido en insecto es el insecto convertido en hombre que, orgulloso de su nuevo estado y alardeando de los poderes recién adquiridos, encuentra natural aplastar a todos aquellos que a su paso le recuerdan su anterior condición. Y esta metamorfosis ocurre mucho más a menudo". (Rafael Argullol. El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990/1995.)

Leer más...

sábado, 1 de mayo de 2010

Una tarde conmigo mismo

Es sábado, 1 de mayo para más señas, día del trabajo creo que lo llaman.
El sol calienta y reconforta un espíritu necesitado de respuestas.
Estoy en el campo, a lo lejos, muda de propia lejanía se encuentra Madrid.
He comido subido a horcajadas sobre el tronco vencido y postrado de un pino.
He andado -mucho- buscando una soledad que se vende cara en estos días y en estos lares; he dejado atrás el bullicio, las voces y la música. Abajo, muy abajo, quedó el lago; abajo, muy abajo quedó el teleférico.
Aquí, dónde ahora escribo contemplativo, lejos de todo y de todos, tan sólo el sol, el aire, encinas encorvadas y mudas, flores amarillas, trinar de pájaros y un intruso, yo.
He leído a la sombra de un intrincado laberinto de encinas algunos discursos que dan que pensar y que soñar, he abrazado una encina de tronco generoso que se ha cruzado en mi camino y una margarita me ha contestado aquello que ya conocía.
Sopla el aire, susurra entre las ramas de una encina de ramas retorcidas y sombra generosa.
Arriba, en lo alto, cuando me rindo sobre la hierba verde y fresca, azul de cielo y nubes blancas.
Cierro los ojos y siento.
De vez en cuando el aire arrastra gritos apagados que nacen en alguna de las atracciones del parque.
Camino. Reniego de caminos y veredas, cruzo el campo salvaje y hermoso, me meto en mitad de enormes superficies de pequeñas flores amarillas.
Grito. Vuelo de pájaros. Nada.
En el horizonte copas de árboles, y a lo lejos, amenazantes como dientes de una boca cariada, enormes bloques de edificios blancos.
De vez en cuando, en esta inútil huida de uno mismo, tropieza uno con personas que al igual que un servidor deben estar buscando su remanso de tranquilidad, su metro cuadrado de sombra y aire en el que deshacer madejas de pensamientos. Todos, de una u otra manera resultamos sospechosos, todos rehusamos cruzarnos, aquí es fácil. Todo es espacio.
Mientras escribo esto, de vez en cuando se oyen voces lejanas a mi espalda, alguna risa mal contenida, una bici, unos pasos... Y otra vez silencio, trinar de pájaros, brisa de aire acariciándolo todo -incluido yo- a su paso.
Las sombras se mueven y yo con ellas. Se alargan. Camino pensando que en algún momento comenzará el regreso, la vuelta, pero todavía no, aún hay tiempo.
El calor y los rayos de sol se atenúan.
Encuentro una nueva zona tranquila, con altas hierbas espigadas que me llegan a la altura de las rodillas. Hay dos árboles que contrastan con la monotonía de encinas -creo que son fresnos- hasta aquí me ha perseguido mi desconocimiento. Sus troncos están abiertos, rajados y agrietados en su interior, huecos.
El sol se encuentra ahora a un palmo del suelo, allá en el horizonte, a mi derecha, sobre una encina. Me siento junto a uno de los dos árboles y recuesto mi espalda contra su tronco. Las altas y frondosas hierbas cubren mis piernas, llegando ahora casi a la altura de mi línea de visión.
Creerme cuando os digo que sólo por haber encontrado este lugar todo mereció la pena.
Igual, quién sabe, ésta era su finalidad. Llegar hasta aquí, reclinado junto a este árbol, oír y ver como el aire mece las hierbas ante mis ojos -pequeñas olas verdes-.
Tener ante mí el campo abierto, y al fondo una pared de encinas que lo oculta todo.
Y esta luz del atardecer que embellece todo lo que toca, y esta paz, esta infinita sensación de paz.
Aquí termino. Toca regresar.
Espero cuando lo necesite, recordar el camino, saber volver sobre mis pies y mis pasos a este mismo lugar.
Y antes de partir, rasgar un pequeño papel y escribir nueve palabras que encuentran cobijo en una grieta del hueco tronco.

Emprendido el regreso, volver la vista y pensar:
-Quiero volver a este lugar-





Leer más...