martes, 27 de julio de 2010

Fantasmas

   Todos tenemos fantasmas. El que diga que no, miente. No le creo, lo siento.
Llegados a una determinada edad, arrastramos los fantasmas de todo aquello -personas y actos- que un día, voluntaria o involuntariamente, dejamos atrás. Nunca hablamos de ello ni de ellos. Con nadie. No hay confianza posible. Ni amigos, pareja, hermanos, padres... Son nuestros, única y exclusivamente nuestros, los pertenecemos y nos pertenecen. Tampoco yo ahora voy a hablar de los mios. Hablo en términos generales. Ya saben. Son mios. Si hablase de ellos dejarían de serlo, perderían rango. No sé como explicarlo, ya no serían fantasmas, serían otra cosa. Póngale usted nombre, a mi ahora no se me ocurre.
   El caso es que se presentan en cualquier momento y lugar, sin pedir permiso. En el reflejo de una ventana de vagón de metro que abandona el andén, seis escalones por encima del que ocupas en las escaleras mecánicas de un centro comercial. En las noches de insomnio se cuelan en tu cabeza para recordarte que siguen ahí, al acecho, recordándonos que la pesadilla tiene su ingrediente de realidad.
   Un giro brusco de cabeza, un peinado, un restaurante, un concierto, un modo de caminar...
   Nunca hay un contacto. Supongo que también en eso reside su magia. Siempre es una fracción de espacio y tiempo en la que no se llega a coincidir plenamente. Tu llegas, él se va. Un cruce de pasos, un eterno rehuir, un no querer mirar ni ver, sólo intuirnos, y al final nada. Una sensación de inquietud y desasosiego en el estómago, un vacilar de pasos. Después de nuevo la calma, un leve recuerdo, una amarga sonrisa en los ojos.
   ¿Lo peor y lo mejor? Saber que nunca se marcharán.

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