lunes, 16 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

    Capítulo III

    Dio comienzo el baile de cortejo de las maletas. Doña «Samsonite» y don «Roncato» junto a doña «bolsa de rafia» eran arrojadas sin miramiento ni contemplación al interior de un maletero a reventar. Las últimas que iban llegando eran colocadas sobre las anteriores, encajadas a presión, a puros huevos que dirían los mejicanos. Lo sentí por mi alcohólica portadora de camisetas, pantalones, mudas y demás objetos viajeros, a pesar de los pesares, no se merecía semejante trato. Fue introducida la última, a empellones, en un muro de maletas y bolsas multicolor, que daba la impresión de poder explotar en cualquier momento.
    Adiós preciosa, nos vemos al final del trayecto. Espero que sigas entera para entonces.
    Klara me observaba a cinco pasos de distancia, a resguardo de aquel sol abrasador de agosto, en el rectángulo de sombra que proyectaba un descolorido cartel publicitario.
   
    - No te preocupes, que no te la van a quitar- gritó mientras se reía, burlándose de mi desconfianza.
    - Aquí no me fío ni de mi padre, fíjate en lo que te digo.
   
    Sólo cuando las puertas del maletero fueron cerradas con un ruidoso y metálico Cloc, aparté la vista y dirigí mis pasos hacia el rectángulo de sombra, del que ella parecía emerger, como las flores lo hacen en las macetas.
    La gente comenzaba a arremolinarse en torno a la puerta trasera del autobús, apretándose los unos contra los otros, haciendo valer los más fuertes su corpulencia, así como el delantero poderoso se abre espacios entre la defensa contraria cargando con hombros y espalda, sin cometer falta. Podría decirse que a las puertas de aquel autobús no había juego sucio, ni disputas, ni malas palabras, simplemente era un deporte de contacto en el que las espaldas anchas y fuertes desplazaban a las que tenían menos vigor. La Teoría de la evolución por selección natural de Darwin aplicada a la vida diaria, pensé.

    Klara y yo observábamos el espectáculo desde nuestra localidad de sombra, como pudiera hacerlo un aficionado taurino desde su barrera de ídem en la monumental de Las Ventas.

    En un alarde de civismo del que más tarde nos arrepentiríamos hasta decir basta, dejamos hacer a nuestros futuros compañeros de viaje. Un servidor, en ese lugar oscuro que todos tenemos pero que ninguno reconocemos tener, por unos segundos se sintió más educado y mejor ser humano que aquellos que se apelotonaban como moscas en torno al panal de rica miel.
   
    Cuando la turbamulta hubo ascendido al autobús, sin prisas y sin agobios lo hicimos nosotros. Entonces fue cuando comprendimos el porqué de los apretones, el porqué de aquella cara de perfil rozando la puerta del autobús, el porqué del incivismo y los apretones.

    Los billetes y asientos no estaban numerados.

    Nos movíamos como zombis, desorientados, arriba y abajo del pasillo del autobús, buscando un lugar con dos asientos contiguos vacíos, mientras el resto de pasajeros ya estaban ocupados en el menester de colocar bolsas y equipaje de mano en las bandejas superiores, sobre nuestros desolados rostros.

    No puede ser. ¡Seremos imbéciles! ¡Puto civismo!

    Resignados fuimos hasta el fondo del autobús -buscando con los ojos un imposible- y allí, en la ultima fila, donde San pedro perdió el mechero, descubrimos los únicos cuatro asientos libres de todo el autobús.

    ¡Toma! Tu dosis de educación y corrección multiplicada por cuatro ¡Pedazo de gilipollas!

    La cara de Klara era un poema, o tal vez era simplemente el reflejo de la mía en la suya. Quién lo sabe. Hace tanto tiempo ya de aquello.
    Nos acomodamos como pudimos, aunque a mi entender el verbo acomodar no sea el más apropiado para la situación en la que nos encontrábamos. Aquélla distaba mucho de ser una situación cómoda. Las bandejas fijadas en la parte posterior de los asientos situados inmediatamente delante de nosotros se encontraban arrancadas -Cojonudo, encima no podré ni apoyar el libro- y la tapicería estaba rasgada, colgando de los asientos, como pedazos de pieles muertas.

    - La que nos espera Klarita- Dije poniendo cara de circunstancias.
    - Lo siento, no me acordaba de cómo funcionaba, hace cuatro años que no hacía el viaje en autobús.
    Sobraban las palabras. Sólo una se abría paso entre la montaña de maldiciones que arribaban a mi mente. Resignación compañero. Resignación. Y Paciencia la empujó, tomando ejemplo.

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