miércoles, 18 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

    Capítulo IV:


    El motor del autobús carraspeó ligeramente para después toser con fuerza y comenzar a avanzar con un leve vaivén que hacía convulsionar ligeramente nuestros cuerpos atrás y adelante. Nos movíamos. Ahora sí que no había vuelta atrás. Klara cogió mi mano, con nuestros dedos entrecruzados, y la apretó con fuerza. Cuando la miré, vi que tenía la cabeza ligeramente inclinada en el reposacabezas del asiento, con los ojos suavemente cerrados, mientras sus labios se movían de un modo casi imperceptible, bisbiseando algún tipo de oración para ese dios del que yo siempre dije que debería existir sólo por el amor y la fe que ella le profesa.
    Salimos de Madrid con el sol pegado a la parte trasera del autobús, calentando nuestros cogotes y la luna posterior del vehículo. Las sucias y amarillentas cortinillas del autobús, completamente cerradas, y el aire acondicionado apuntando directamente a nuestros rostros nos ofrecieron una tregua en mitad de aquel infernal calor.
    Klara entabló rápidamente conversación con nuestros compañeros de fatigas en el gallinero del autobús, y a los cinco minutos ya blandía un abanico prestado que acabaría siendo regalado y que a día de hoy aún anda rodando de cajón en cajón, sin atrevernos ninguno de los dos a darle el descanso eterno que merece.
    Eran una pareja que debía estar en torno a los cuarenta y pico cortos y que al igual que nosotros pagó durante dos días -aguantando la incomodidad de sus localidades- el hecho de subir los últimos, por detrás de nosotros, al autobus.
    Visto desde este presente nuestro, puedo decir, sin miedo a equivocarme, que fueron la única nota positiva de aquel viaje en autobús.
    Ella se llamaba María y él tenía un nombre para mí impronunciable y el cual nunca fui capaz de retener. Siempre que tenía que dirigirme a él, debía primero preguntar a klara cuál era su nombre, para luego repetirlo fonéticamente como dios me dio a entender.
    María tenía la cara redonda y una sonrisa de piano desafinado a la que era imposible no responder con cara de cariño y comprensión; él, unos brazos fibrosos, con tendones como sarmientos en época de poda y un cuello y espaldas de estibador portuario que serían la envidia del personal en cualquier gimnasio de gente bien.
    Se querían. De eso no cabía la menor duda. Sólo hacía falta verlos juntos para caer en la cuenta. Su vida no tiene cabida aquí, principalmente porque es suya, y porque toda vida es en si un libro, cuando no en algunos casos, como pudiera ser éste del que ahora hablo, una enciclopedia.
    Se volvían a casa para no volver. Habían cumplido lo que se propusieron tiempo atrás y ahora regresaban con la cabeza alta y el orgullo del deber cumplido.

    En éstas el autobús avanzaba con el rumbo puesto hacia Zaragoza. La Caesaraugusta romana o la Saraqusta árabe nos esperaba con su cara recién lavada en el agua de una Exposición Universal que me trajo agridulces recuerdos. En lo alto de la torre del agua creí ver a Silda Cordoliani escribiendo aquellas palabras que encontré en La mujer por la ventana y que bien podrían ser mías si un servidor tuviese su talento.

…pues ninguno de los dos ignora que se trata de alguien a quien nunca he podido ni querido borrar de mi memoria, alguien que siempre me ha inspirado un afecto sincero: una gran amistad que ha pasado a ese extraño y cuidado recinto de lo descartado y perdido, ése que sólo ocupan las personas y las cosas que en verdad hemos deseado conservar eternamente.
    El autobús dejó atrás la estación de Zaragoza y con ella el recinto y pabellones de la exposición universal, al tiempo que yo devolvía mis recuerdos al oscuro baúl de la desmemoria.
    Me sumergí en la lectura, buscando la compañía, el guiño cómplice y la sonrisa retorcida de Arturo Pérez-Reverte en su Patente de corso, disparando a quemarropa sobre todo aquello que apestaba y aún hoy apesta en esta España cainita que yo me disponía -con aún unos cuantos kilómetros de por medio- a abandonar. De vez en cuando se me escapaba una sonrisa cómplice o un que tío a los cuales solía sumarse la mirada albastru de Klara, observándome como lo hacen las madres con sus pequeños cuando estos han tenido una genial ocurrencia. No puedo describirlo con palabras, sólo espero, por su bien, que en algún momento de sus vidas alguien les haya mirado así.

    Cuando alcanzamos la olímpica Barcelona, el manto negro de la noche ya había hecho presa en ella, y tan sólo unas luces a lo lejos y un cartel en la autopista con la leyenda Port de Barcelona, dejaban testimonio de su existencia y de nuestra situación, en el bloc de notas de mi memoria.
    Creo recordar, si mis recuerdos no me fallan, que en algún lugar comprendido entre Gerona y la Jonquera hicimos un alto en el camino para estirar las piernas y reponer fuerzas arrojando algo de alimento a nuestros apesadumbrados estómagos, pero los treizeci minute no daban para más allá de ir al baño, dar un liviano paseo e hincarle el diente al bocadillo de turno.
    Una vez alimentados, aliviados y refrescados, volvimos al autobús pensando en la larga noche que nos esperaba por delante, y siempre, antes de ponernos en marcha, aquella frase repetida como un mantra por el conductor del autobús. Ii toata lumea? Como es obvio, el que faltaba nunca respondía.

    Klara de vez en cuando dormitaba, sueños ligeros que a veces no pesaban ni un minuto en la cuenta del dormir. Yo me había propuesto permanecer despierto hasta que el cuerpo aguantase. Si algo tenía claro es que quería tener la consciencia plena en el momento en que cruzásemos la frontera. No me pregunten por qué, pero quería tener los cinco sentidos dispuestos para sentir lo que se siente cuando - una vez la guardia civil revisara las documentaciones- dejara atrás esa porción de tierra que llamamos España.
    Cuando llegó el momento ocurrió, sin entender aún muy bien cómo.
    Yo no debía tener más de trece años, estaba en la casa de mis padres, sentado en un sofá del salón, y en el equipo de sonido sonaba radiolé y la voz quejumbrosa de Juanito Valderrama salía por los altavoces diciendo: …Y Adiós mi España querida, dentro de mi alma te llevo metida…

    Máter España, que hija de la gran puta eres y en el fondo de mi ser cuánto te quiero.

No hay comentarios: