lunes, 30 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

     Capítulo VI:

    Desayunamos en algún lugar cercano a la frontera franco-italiana, de nuevo en un área de descanso, en la que tras el mostrador de la correspondiente cafetería, una señorita francesa intentaba -con una permanente sonrisa en la boca- acertar con nuestras pertinentes peticiones. El que esto escribe dijo aquello de: deux cafe au lait, s'il vous plaît, del modo más digno posible, con un acento que no sonó nada bien, pero que fue suficiente para que la sonriente señora entendiera lo que deseaba y me respondiese, una vez abonada la consumición, con un perfecto merci. A día de hoy, para mi desgracia, mi pronunciación y mis conocimientos de la lengua del genial Alexandre Dumas padre o del creador de mi admirado Jean Valjean, por poner dos ejemplos de suficiente peso, siguen siendo igual de deficientes que lo eran aquella madrugadora mañana de agosto.
    Una vez dimos cuenta de nuestros relativos desayunos, estiramos las piernas dando un matutino paseo por los alrededores del área de descanso. El viento fresco de la mañana traía el olor a excrementos de caballo de una hípica cercana, donde la actividad de la misma se limitaba a un par de amplios portones abiertos de par en par de los que salía una luz amarillenta y de vez en cuando un hombre empeñado en transportar pacas de heno desde un montón piramidal que había en el exterior, hacia el interior de la nave, donde se perdía en forma de negra silueta, recortado por el haz de luz que rebosaba del edificio.

    Volvimos al autobús, los dos con la sensación de haber superado la primera prueba de fuego de aquel viaje. Las pesadillas de la noche, el sueño pesando en nuestros párpados, el asfixiante calor habían quedado atrás y no habían podido con nuestra ilusión.
    - Mañana a estas horas estaremos ya en Romanía- la cara de Klara lo decía todo, sin necesidad de palabras. Quería pisar su tierra. En silencio lo ansiaba. Nunca lo dijo, pero yo lo sabía. Lo sentía a medida que el autobús nos acercaba metro a metro a nuestro destino.
    -Dios te oiga. Esperemos que no haya ningún imprevisto, porque no sé si aguantaría un minuto más de lo necesario dentro de ese maldito autobús- en ese mismo momento, como dándose por aludido, del mismo vehículo que yo señalaba, salió un bocinazo, llamándonos así a proseguir el viaje.

    Perdí la cuenta del número de túneles que atravesamos en nuestros primeros kilómetros de recorrido por la tierra de Dante, el poeta de la Comedia, aquél que recorrió infierno y purgatorio guiado por Virgilio, para después acceder, -vivo entre los muertos- junto a su idolatrada Beatriz, al paraíso.
    No podía leer, dado que se alternaban momentos de cegadora claridad con  periodos de penumbra dentro de cada uno de los túneles. Tenía que dejar un insulto o una réplica de Pérez-Reverte en suspenso, esperando que la oscuridad pasase, para luego después de un tiempo en el que mis insomnes ojos se acostumbraban de nuevo a la claridad exterior, poder leer apenas un par de párrafos antes de volver a repetir el descrito ciclo.
    Mi compañera de viaje mataba el tiempo hablando con María o escuchando la voz aguardentosa de Tiziano Ferro -por aquello de que estábamos en Italia, imagino- mientras yo apuraba un libro que ya sabía, iba a quedárseme corto para aquél viaje.

    El bueno de Arturo no llegó a la comida de aquel segundo día, lunes en el calendario, que tomamos en algún lugar perdido en un mapa al que ya no prestaba atención. Si me interrogasen, lo más que hoy podría decir es que teniendo en cuenta que cruzar el territorio Italiano nos llevó todo ese día, desde casi el amanecer hasta el ocaso, deberíamos estar en algún lugar a mitad de camino de ambas fronteras, italiana y eslovena. Por decir una ciudad, diría que debíamos estar cerca de Piacenza o de Brescia, pero quién lo sabe.

   En los monitores del autobús, durante casi todo el viaje, vídeos de música popular intentaban hacer más ameno el viaje. A un servidor, si he de ser sincero, se lo destrozaba. Un rato puede ser llevadero, incluso gracioso, pero a todas horas, escuchando el mismo ritmo y las mismas o parecidas melodías -eu cu tine, tu cu mine, iubire, dragostea...- acaba con el buen juicio de cualquiera. Menos mal que llevaba tapones que introducía a conciencia en mis oídos y gracias a los cuales podía aislarme de conversaciones telefónicas realizadas a gritos, carcajadas que hacían vibrar los cristales o toses que podrían revolver el estómago del mismísimo Jack el destripador.

    Tuve que echar mano del plan B, una vez que la Patente de corso del Reverte fue papel leído. Llevaba conmigo un tocho de seiscientas y pico páginas -Los discursos del poder- del cual puedo asegurar que si bien literariamente no consiguió captar mi interés, como medio para conciliar el sueño no tuvo precio. Era leer cuatro páginas y los parpados me pesaban como si las pestañas fuesen de plomo. Será porque las mentiras, de tan repetidas a lo largo de la Historia me dan sueño o quizás porque mentir fue el primer verbo -después de aquel otro que dicen se hizo carne- que el ser humano comenzó a conjugar y a perfeccionar, desde los tiempos inmemoriales de aquella Eva aficionada a comer los frutos del árbol de la sabiduría.

    Una vez en Eslovenia, los carteles de la autovía me dejaban en la garganta y en la memoria el regusto amargo de unos nombres leídos y escuchados  durante la guerra de los Balcanes, allá por mil novecientos noventa y uno, cuando el que escribe no contaba más de once años y en el telediario salía un hombre flaco, con chaleco verde y gafas enormes contando con palabras e imagines las barbaridades de las que es capaz el Ser Humano. Senozece, Godovic, Planina, Ljubljana, Vransko, Vojnik...  saben a humo y sangre en mi paladar al tiempo que las pronuncio. El pintor de batallas conocía perfectamente lo que pintaba -pensé- el muy hijo de puta. Como el orondo de Hemingway -aquél de El viejo y el mar o el más relacionado con nuestra infrahistoria Por quién doblan las campanas- aquél que mientras nuestros antepasados -los de uno y otro bando- se mataban en civil guerra, se fumaba nuestro tabaco, se bebía nuestro vino y se acostaba con nuestras mujeres.  
    Las guerras deben saber mejor cuando no son nuestras, cuando se sabe que hay un billete de avión en el bolsillo o un carnet internacional de prensa que te salva de la masacre.

    Pero la Eslovenia que nos recibió no tenía nada que ver, para nuestra fortuna, con aquella de 1991. El recuerdo que de ella me dejó aquel viaje es el de un campo y unas montañas más que verdes, un aire limpio y fresco y una enorme cafetería-restaurante con apetecibles cestas repletas de frutas y olorosos bollos recién horneados. Nos recuerdo rendidos -horizontales sobre la hierba verde y fresca- a un descanso merecido, mientras  en lo alto el cielo era de un azul cobalto impoluto y a mi diestra ella sonreía mirando al infinito, mientras en la niña de sus ojos se reflejaba el azul celeste rodeado por el aguamarina de sus iris.

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