viernes, 20 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

   
    Capítulo V:

    El suelo del autobús quemaba -literalmente hablando- y el aire acondicionado perdía su condición a tan sólo cinco centímetros del orificio de salida, por lo que klara y un servidor, cuando creíamos que no podíamos aguantar más, debíamos, de rodillas sobre los correspondientes asientos, acercar nuestras caras a las salidas de aire, como peces fuera del agua. Íbamos sentados justo encima de un motor que debía haber realizado alrededor de mil kilómetros con apenas tres pausas de treinta minutos cada una de ellas. Si el infierno existe, debe ser parecido a lo que nos tocó sufrir aquella maldita noche, el de Dante y su Divina Comedia se me antojaban en aquellos momentos un paseo por la campiña inglesa.

    - No puedo más. Lo siento. No debíamos haber venido en autobús. Esto es una mierda- La voz de Klara sonaba cansada, como traída por una brisa suave desde la lejanía, apenas un susurro.
    - No te preocupes. Trata de dormir un poco- mucho me temo que mi voz tampoco debió sonar muy convincente, pues no logré ni tan siquiera por un instante que cambiase la expresión de su rostro.

    Recuerdo que rociabamos nuestros cuellos, nuca y brazos con agua fresca de colonia, lo cual nos ofrecía una sensación de frescor un tanto efímera, pues su efecto duraba los apenas segundos que tardaba el alcohol que ésta contenia en evaporarse, extrayendo para ello calor del ambiente y de nuestros sudorosos cuerpos.   Intercambiabamos nuestros asientos y posturas cada cierto tiempo, intentando engañar al cuerpo y al cansancio. Ora Klara estiraba sus hinchadas piernas sobre mí, ora yo estiraba las mias sobre ella, apoyando los pies sobre el -a esas hora de la noche- fresco cristal del autobus.
   Así pasamos la primera noche de aquel viaje, ya en tierras galas, intentando conciliar un sueño que debíó atraparnos no antes de las tres de la madrugada, ayudado por un agotamiento tanto físico como emocional.

   Recuerdo que a las seis de la mañana ya estaba despierto, justo a tiempo para ver otra de las pequeñas maravillas que hicieron más llevadero aquel viaje.
    Aún la oscuridad reinaba afuera, pero ya en el horizonte, frente a nosotros y escorado a la derecha, comenzaba a intuirse lo que minutos más tarde sería un precioso amanecer. El cielo comenzó primero a adquirir tonos violaceos para posteriormente convertirse en alargadas nubes anaranjadas que parecían tocar el suelo. No se veía aún con claridad, pero desde la ventana del autobús parecía que éste de algún modo flotase, pues el sol, que asomaba tímido su aureola en el horizonte, parecía por igual teñir de tonos bermellones cielo y tierra. De pronto caí en la cuenta. A nuestra derecha se extendía, magnánimo, el Mare Nostrum, incendiado de reflejos rojizos y anaranjados, al tiempo que un sol de cinabrio emergía de las tranquilas aguas del Mediterraneo, poniendo punto y final a aquella dantesca noche.

    Embelesado como estaba ante el espectáculo natural que acababa de producirse ante mis ojos, no caí en la cuenta de despertar a Klara para que pudiese ser partícipe del momento, así que una vez pasado éste, no creí justo despertarla sólo para contárselo y la dejé que apurase el reparador sueño del que era presa.

    Busqué durante minutos un cartel en la autopista por la que transitabamos para saber en que maravilloso rincón del mundo nos encontrabamos. A nuestra izquierda, pedregosas y verdes, se encontraban las estribaciones de los alpes marítimos, mientras que a nuestra derecha, bajo nuestros pies, o sería más preciso decir bajo nuestras ruedas, se extendía la inmensidad -ahora ya completamente azul- del mar.
   Depués de unos minutos de desesperada búsqueda apareció el anhelado cartel: Cagnes-sur-Mer,decía en letras blancas sobre fondo azul como aquella costa.
    Eché mano al mapa de carreteras y busqué su localización sobre el papel. Cuando dí con ella, redee su nombre con un bolígrafo rojo. Estábamos en la costa azul francesa, a medio camino entre Niza y Cannes. Durante la incómoda noche, entre sudores, maldiciones y sueños parecidos a pesadillas, habíamos dejado atrás ciudades como Perpignan -la que fuera la ciudad del cine erótico español en los tiempos en que la censura franquista desterró la carne de las pantallas patrias- , Narbonne, Béziers, Montpellier, Nîmes, Arlés -lugar en el que allá por mil ochocientos ochenta y pico Vincent van  Gogh pintara entre otros "Café de noche" o "Noche estrellada sobre el Ródano"-, Aix-en-Provence y Brignoles entre otras muchas no por menores menos reseñables.

    Me revolví ligeramente en el asiento intentando buscar una postura más llevadera y Klara, desorientada, abrió ligeramente los ojos para preguntar:
- ¿Dónde estamos?
-Te acabas de perder un amanecer impresionante -la comuniqué algo exaltado aún- lo siento pero no quise despertarte, como estabas tan dormida.- dije buscandome una excusa, totalmente válida por otra parte.
-aaah.-dijo sin ningun tipo de interes en la voz- ¿Dónde estamos?- volvió a preguntar como si lo del amanecer no hubiese ido con ella.
- Estamos llegando a Niza, o al menos eso creo. Y mira -dije al tiempo que me hacía a un lado, dejandole al descubierto toda la ventana, para que admirase la inmensidad azul del mar.
- ¡Uaaaauuuu!! ¡Qué bonito!- exclamó, y al unísono, de su cara desaparecieron los rasgos que el cansancio había venido cincelado en ella desde que salieramos de Madrid.- Eres un capullo, tenías que haberme despertado, yo quería verlo.
- ¿El qué?
- Pues el amanecer, qué va a ser.

  Mujeres...

1 comentario:

Paco Bernal dijo...

Hola!

He descubierto tu blog por casualidad y me ha parecido muy interesante. Me pasaré más por aquí.

Un abrazo desde Viena

Paco