jueves, 14 de octubre de 2010

Delgada como el viento, suave como un alfiler...

     Lo que más duele cuando uno la ve, es el hecho de pensar que perfectamente tu, yo o cualquiera de nosotros, podríamos ser ella. Está delgada, extremadamente delgada. Tiene cuerpo de niña o quizás es que de algún modo lo sigue siendo. La primera vez que la vi, el cielo de Madrid estaba gris y las calles eran espejos que reflejaban el ámbar de las farolas. Estaba empapada. Esperaba en el vestíbulo de la estación de metro a que el vigilante de turno se marchase o saliese a fumar un cigarro o a hablar con el móvil. Entró antes de que a mí me diese tiempo a sacar el abono de la cartera y la cartera de la cazadora. No saltó el torniquete. No. Se agachó y paso por debajo, como una niña pequeña, como un rayo. Vista y no vista. Y se alejó dando pequeños saltitos al caminar y dejando el rastro de su presencia en forma de pequeños manchas de agua en el enlosado. Íbamos en direcciones contrarias y desde el otro lado del andén la vi caminar sin rumbo, arriba y abajo, acercándose ahora a una chica joven, ahora a un abuelillo, en actitud suplicante. El pelo pegado al cráneo y el jersey marrón -más oscuro en la zona superior debido a la humedad-y empapado, marcándole exageradamente los hombros. Al cabo de un rato se sentó en un banco, justo enfrente de dónde yo estaba. No sé si se dio cuenta de que la observaba y la estudiaba, no sé si me vería o si me prestaría la más mínima atención; 0 si simplemente sus ojos miraban al frente sin ver, sin observar, sin detenerse en nada, atravesándolo todo. Un hombre gris, en una tarde gris, en una ciudad gris; juraría que no me prestó la más mínima atención. Pero a mí me tenía asombrado. Tal y como estaba sentada, subió los pies apoyando los talones sobre el borde del banco y se abrazó las piernas a la altura de las rodillas. Tiritaba. Tenía los bajos de los vaqueros sucios y mojados hasta media pierna. En los pies unas bailarinas negras que supuse igualmente empapadas. No ocupaba espacio. Era como uno de esos pajarillos que se caen del nido en los días de viento y lluvia, con las plumas mojadas y todavía sin saber volar. Uno de esos pajarillos que los niños encuentran desvalidos en el parque y con toda su buena voluntad de niño se los llevan a casa y los ponen al lado del radiador mientras intentan darles de comer miga de pan mojada en leche caliente. Uno de esos gorrioncillos que a los pocos días de estar en casa, cuando ya están secos y bien alimentados, al levantarse el niño una mañana e ir corriendo a verlo a la caja de zapatos donde le ha improvisado un nido con recortes de periódico, descubre que está muerto. Su madre, la del niño, que para él es alguien que lo sabe o debe saberlo todo, responde a su pregunta diciéndole que se ha muerto de tristeza, porque echaba de menos a su mamá. Pero que ahora ya está en ese cielo al que él nunca habría llegado por si mismo al no saber aún volar. El niño llora y entre lágrimas dice que no es justo. Hay tantas cosas injustas en esta vida hijo, hay tantas cosas, responde la madre al tiempo que le abraza. El llanto del niño era como el ruido del tren que entraba en la estación, poco a poco se fue calmando, hasta quedarse completamente en silencio. Cuando el tren desapareció devorado por la oscuridad del túnel, el banco y el anden estaban desiertos. Ella había desaparecido con él.

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