domingo, 31 de mayo de 2009

e-books

Leo en un suplemento dominical, que el libro, como soporte literario tiene los días contados, que los e-books o libros digitales relegaran al libro en papel a mero objeto de coleccionista.
Tal vez sea cierto, pero no por ello me crea menos congoja.
Me gustan los libros, tal y como los conocí desde que tengo uso de razón, sin e delante.
Vale que estas mismas letras que escribo están en soporte digital, pero no podría renunciar al ¿pequeño? placer de acercarme a una librería y moverme entre sus estantes, leyendo títulos, sinopsis o primeras frases (hay quien dice que en un buen comienzo está la clave de todo buen libro) hasta que sin saber muy bien el cómo ni el porqué te decides y eliges uno, o tal vez como decía una antigua amiga es el libro quien te elige a ti y no tu quien lo elige a él. ¿Quién sabe? Tanto monta, monta tanto.
El caso es que sales de la librería con un conjunto de hojas encuadernadas en la mano, que tienen volumen, peso, tacto, olor y si además deslizas la yema de los dedos por ellas y lo acercas al oído parece traerte brisas de mares remotos.
Imagino que en un futuro al que espero no tener acceso, los libros, sería mejor decir las historias y las letras que los componen, estarán cifradas en código binario en asépticos cartuchos o memorias digitales, por lo cual las librerías tal y como las conocemos hoy desaparecerán y pasaran a tener un aspecto similar a las actuales tiendas de videojuegos, lo cual sólo imaginarlo me devora el estomago.
Lo dicho, espero no tener salud suficiente como para llegar a verlo.
Oigo, o mejor dicho leo, que muchos de estos soportes traerán del orden de 600 obras incluidas. La pregunta es obvia. ¿Habrá alguno de los compradores –seguramente millares- que llegue a leerse ni tan siquiera la mitad de dichas obras?
Sólo le encuentro un lado positivo al engendro en cuestión y con él me quedaré para terminar, y es que a todos aquellos “locos” por nuevas tecnologías, aquellos que se dejan arrastrar por la marea de las campañas publicitarias agresivas y del “si no lo tienes no existes” (es decir todo ser humano) les sirva para llevarse a los ojos al Edmond Dantès de Dumas, al Aureliano Buendía de García Márquez, al Jim Hawkins de R.L. Stevenson, al Jean Valjean de Víctor Hugo, al fray Guillermo de Baskerville de Eco o por qué no, al David Martín de Ruiz Zafón que me entretiene a día de hoy.
Leer más...

sábado, 30 de mayo de 2009

Abuelos

Supongo que hay ciertas cosas que las da la edad, o tal vez no los años en sí, si no las experiencias acumuladas en los años vividos.
Me explico, es posible pero poco probable que alguien que cargue sobre sus espaldas con una saco de pongámosle 70 años siga tan vacío de conocimientos y sentimientos como pudiese estarlo a los 15. Casos existirán, pero los menos.
También posible pero poco probable sería el extremo opuesto, es decir que una persona de 15 años tenga la templanza y educación propia de una de 70. Posible sí, pero tal y como está el patio escolar ibérico, poco probable.
¿Por qué me dan por escribir semejantes conclusiones?
Porque en apenas una semana me he topado con dos abueletes, de los que si no fuese por su escasez de pelo, podría decirse de ellos aquello tan manido de que peinan canas y
para precisar aún más la edad, podría decir aun a riesgo de equivocarme que los setenta ya no los cumple ninguno de los dos, que me han dado sendas lecciones de civismo y dejaron a mis pensamientos balbuceando palabras de disculpa.

Anciano 1:
Autobús nº 45 de la EMT, aproximadamente las 10:45 de la noche de un día laborable cualquiera. Un servidor, después de haber cumplido su jornada laboral y con todo un día a cuestas, visiblemente cansado, lee sentado en los asientos posteriores de dicho autobús mientras posa ligeramente la puntera de ambos zapatos en el asiento de enfrente. La postura es cómoda pues me permite tener apoyado el libro –667 páginas encuadernadas en tapa dura- sobre las rodillas. Debo llevar, minuto arriba minuto abajo, del orden de 15 sumido en la lectura, ajeno al escaso movimiento de viajeros que suben y bajan del autobús a dicha hora de la noche.
Entonces oigo su voz un tanto indignada diciendo:
-¡Joven, esos pies! Parece mentira, tanta educación, tanto libro... ¿No ve que luego ahí va a tener que sentarse otra persona?
Levanto la cabeza y compruebo que se dirige a mí, no puede dirigirse a nadie más pues por fortuna –mi vergüenza quedará única y exclusivamente registrada en sus ojos- el autobús se encuentra vacío, a excepción del conductor del mismo.
Mi cerebro comienza a funcionar a un ritmo frenético intentando buscar una respuesta con su correspondiente excusa a cuál más ingenua e inútil;

-Pero si tengo la suela de los zapatos limpios– calzaba unos mocasines de piel marrón, con la suela también de piel y tan solo unos segmentos de goma negra y blanda distribuidos por ella como únicos apoyos.
-Disculpe pero he tenido un duro día de trabajo, estoy sumamente cansado y tengo las piernas cargadas. Pero tiene usted toda la razón.

Me di cuenta que no había excusa posible, no me salían las palabras, así que por respuesta bajé rápidamente los pies e imagino que le miré con cara de “lo siento, no volverá a ocurrir”.
El caballero descendió a duras penas del autobús aún con cara de indignación. Yo me quedé allí, sin poder abrir la boca, como un tonto, con cara de “yo no quería pero es que...”





Anciano 2:
En el trabajo me dejan un sobre a nombre de Don Fulanito De no sé qué y no sé cuántos, Presidente de la federación Tal y Pascual, que vendrá a recogerlo en persona a lo largo de la tarde.
No me preguntéis porqué pero yo me imagino a Don Fulanito De no se qué y no sé cuántos como el típico cuarentón encorbatado, con gomina hasta el cogote y más estirado que el palo de una escoba.

A eso de mediada la tarde, por la puerta giratoria accede a duras penas y con paso lento un anciano un tanto decrépito –me recuerda al maestro Yoda de La guerra de las galaxias, bastón incluido-, se me adelanta y me desea unas «muy buenas tardes» y se detiene junto a una mesa repleta de libros.

- ¿Esto en que consiste?- me pregunta.

Interiormente pienso, la que te viene encima amigo, ármate de paciencia, que éste tal y como está el panorama inmobiliario últimamente no ha encontrado una obra a mano a la que hincar el diente y viene a echar la tarde.

- Es un intercambio de libros, usted deja uno y puede coger otro, anotando el libro que lleva y el que deja en el formulario que tiene sobre la mesa.
- Es interesante. ¿A quién se le ocurrió la idea?

Lo que me temía, que no debe haber obras al menos en un radio de tres kilómetros.

- Pues la verdad que no lo sé. Lo hicieron con motivo del día del libro y dada la aceptación aun continua.
- Muy bien, muy bien... discúlpeme, pero aun no me he presentado –se acerca a duras penas y me tiende la mano, se la estrecho un tanto confundido, está fría, hoy en día estas cosas ya no se dan- soy Don Fulanito De no sé qué y no sé cuantos venía a recoger un dossier que le han dejado aquí a usted a mi nombre.

Algo hace “clic” en mi cabeza intentando colocar su imagen en el espacio que acaba de dejar vacante la que yo prejuiciosamente me había creado con anterioridad. Imposible, no encaja.

Le tiendo el sobre y me da las gracias para acto seguido continuar con la conversación como si tal cosa.
- ¿Qué tal lleva la tarde? ¿Esto es tranquilo no?
-Bien, gracias. Sí, la verdad es que es muy tranquilo, pero mejor así.
- ¿Le gusta leer?
- Sí, por aquí tengo el libro que me estoy leyendo ahora, así me distraigo.
- Hace usted muy bien, hay que leer. Normalmente dicen en la tele que la gente joven no lee, pero es mentira, yo creo que sí lee, pero a ellos no les interesa que lean.
Si leen no les ven- Sonríe como un niño pequeño.

No puedo hacer más que asentir y darle la razón.

Se despide de mí diciendo:
-Bueno no le entretengo más, que usted tendrá cosas que hacer. Que tenga buena tarde y que le aprovechen sus lecturas. Muy amable y gracias de nuevo.
-Gracias, igualmente.

Veo como Yoda sale de nuevo a la soleada tarde, no ya con la intención de criticar obras si no con la de inculcar la afición a la lectura, ocupación esta más digna para un maestro Jedi como lo es él.

Moraleja. Afortunada o desafortunadamente todos acabaremos convirtiéndonos con el paso de los años, en el mejor de los casos, en decrépitos Yoda.
Respetémosles si queremos que en un futuro seamos respetados y aprendamos de su educación y de su andar pausado.
Leer más...

domingo, 24 de mayo de 2009

Cercanías renfe

Leo sentado en un banco de la estación de Atocha El juego del ángel de Carlos Ruiz Zafón mientras espero el último tren de cercanías. El anden de la vía 3 está semidesierto mientras chicos y chicas vestidos para quemar esta madrileña noche de sábado deambulan con bolsas de supermercado repletas de botellas de bebidas espirituosas por el vestíbulo de la estación.
Siento el solitario taconeo de una de esas chicas tipo acercarse y sentarse en el banco situado a mi espalda, me llega la
empalagosidad de su perfume, yo sigo leyendo, intentando vencer a la curiosidad, pero esta acaba ganándome y giro levemente la cabeza. Es morena, pelo largo, algo rizado, no alcanzo a ver más. Sigo leyendo. Es inútil, no puedo.
Miro el cartel luminoso -próximo tren llegará en 1
min.-, me levanto y me acerco al borde del andén. Llega el tren. Siento la presencia de la chica a mi derecha. Ahora sí la miro.
-¡Madre
mia! ¿Como se puede salir así a la calle?- pienso.
La chica -más bien niña- está buena, para que negarlo. Pero la mayoría de las veces es mejor insinuar que enseñar, y esta enseña demasiado.
Se abren las puertas del tren. Entro primero, no vaya a pensar que quiero mirarla el trasero.
El vagón está casi
vacío. Puedo elegir asiento y elijo uno de esos que están enfrentados dos a dos.
Abro el libro con la intención de seguir leyendo pero... la chica decide sentarse en el asiento de enfrente. No sé porqué pero la situación me pone nervioso. Intento leer. No puedo. Veo unas piernas rematadas en un zapato negro con tacón de vértigo. Devuelvo los ojos al libro -cuando desperté, la habitación
permanecía en penumbras y Chloé se había marchado- es todo lo que consigo leer; la señorita se revuelve y saca algo del bolso. Levanto la cabeza, decidido. Tengo la intención de ver su cara por primera vez. Tiene la cabeza ligeramente agachada y un diminuto espejo circular en una mano mientras con la otra parece retocarse el contorno de ojos. Tiene un piercing, de esos que se colocan en la zona superior del labio, en este caso en el lado izquierdo.
Mis ojos cobran vida propia y van a posarse en unas tetas (no son pechos, son tetas) jóvenes, redondas, que se asoman desde el balcón de un amplísimo escote, a una altura totalmente antinatural ,de tal modo que parecen querer asfixiar a su propietaria.
-¡Tierra
trágame!
Vuelvo al libro, ahora ya sin la intención de leer, simplemente intentando mantener mis ojos alejados de mi anterior visión.
-
Joder, joder, joder... si esto me pasa con unos años menos-, me digo. A lo que otra voz interior me responde: -si esto te pasa con unos años menos sales incluso corriendo, !"pringao"!-
Por la
megafonía se oye la cantinela de turno -próxima estación Nuevos Ministerios, correspondencia con...-
¡Por
fin!, esta es mi parada.
Coloco el
marcapáginas y me dispongo a salir, un par de piernas se interponen en mi camino, giran aproximadamente 45º con la intención de darme espacio. La minifalda se hace aún más mini. Levanto la cabeza, hago un esfuerzo para superar con mis ojos esos dos promontorios y alcanzar a ver su rostro. No es ni guapa ni fea. Del montón. Y sonríe.
!Será
cabrona!
Leer más...

sábado, 23 de mayo de 2009

Sobres

Lo siguiente que voy a contar, lo más probable es que os parezca una tontería, lo más seguro es que además de parecéroslo, lo sea.
Ayer tuve en mis manos unos cuantos sobres, sobres nobles, no solo por la calidad y grosor del papel con que estaban confeccionados, si no por los destinatarios que en ellos figuraban. Nombres con mayúsculas asociados a la literatura hispana como puedan ser los de Miguel Delibes, Mario Vargas Llosa o José Jiménez Lozano.
No sé como explicarlo, pero leía nombres y direcciones sin poder creer que esos sobres que yo tenía en mis manos, en tan solo unos días estarían en manos de sus destinatarios, y me decía: -¡¡¡joder!!! ¿Don Miguel Delibes va a tener en sus manos este mismo sobre que yo tengo ahora aquí, este papel que yo toco –más bien acaricio- con la intención de no dañarlo, de no ensuciarlo con mis “sucias” manos?
Y qué decir de José Jiménez Lozano, cuyo libro la piel de los tomates se me metió por los ojos cierto día y una personita muy especial me lo acabó regalando para sorpresa y alegría mía.
Con respecto a Vargas Llosa debo decir que no me habría importado que en lugar de su nombre hubiese aparecido el de otro hispano por nombre Gabriel García Márquez, qué le vamos a hacer, uno tiene sus gustos literarios y la literatura del arequipeño no tiene cabida en los míos.
Tuve la tentación de anotar nombres y direcciones, pero me dije, para qué, con qué fin, que más da donde vivan, es mejor seguir pensando que tan solo son Nombres escritos en las cubiertas de grandes libros, es mejor que sigan subidos en sus altares, pues el simple hecho de pensarlos humanos, con casas que habitar y en las que recibir cartas como el común de los mortales les roba parte de su magia.
Y en estos pensamientos estaba cuando llegó un mensajero, con las manos negras de suciedad, al que debía entregar los insignes sobres, no tuve el valor de pedirle que se lavase las manos antes de tocarlos, los apresó entre sus rechonchos dedos, los cuadró y marchó con ellos como si tal cosa. Creo que lo que realmente me molestó del asunto fue el hecho de saber que ahora cuando lleguen a sus respectivos destinatarios, ya no podrán, por mucho que busquen, encontrar en ellos mi devoción, si no tan solo un catálogo dactilar completo, que les hará dudar si realmente son merecedores de asomarse a su interior.
Leer más...

martes, 12 de mayo de 2009

El teniente Ruiz

«La Historia es nuestra y la hacen los pueblos»
Salvador Allende


Sobre la mesa, al lado derecho del ordenador en que escribo estas letras, acabo de dejar el libro que me ha tenido entretenido durante los tres últimos días. Está forrado con las páginas centrales de un magazín dominical, la verdad no recuerdo cual; podría perfectamente tratarse del de El Mundo por la basta textura del papel, pero tan sobado se encuentra del trasiego al que le he sometido durante estos tres días que bien podría, a simple vista, pasar por el de una revista cualquiera al uso, por los brillos y suavidad adquiridos.
Pero yendo más allá de la rudimentaria protección, si rasgo ese papel que lo envuelve y que coloqué con el fin de proteger el maravilloso libro que antes de leerlo ya intuía que era, encontramos la causa por la que durante estos días y en los que sospecho seguirán, este que escribe no pueda pasar ante calle o escultura madrileña sin pararse a leer detenidamente en honor a que acontecimiento o personaje deben su nombre.
Estamos rodeados de Historia, unas veces honrosa y otras menos, pero la mayoría de los mortales, las más de las veces no somos conscientes de ello. Sin ir mas lejos, un servidor, el cual pasa día sí día también por la céntrica Plaza del Rey, situada para más señas junto a las calles del Barquillo e Infantas, no había reparado hasta anteayer en una escultura de bronce que se encuentra en dicha plaza. Mejor dicho, y para ser fiel a la verdad, sí había reparado en su presencia, lo contrario resultaría casi imposible, en lo que no había reparado era en la persona en honor a la cual está erigida.
Pero el otro día la curiosidad y un raro impulso me pudieron, la rodee buscando la placa en la cual esperaba encontrar quien era aquel personaje con las piernas ligeramente flexionadas -la derecha un poco por delante de la izquierda- dando sensación de movimiento, el brazo izquierdo en alto –echado ligeramente hacia atrás- en actitud demandante y el derecho portando un sable, con la chaquetilla del uniforme perfectamente abotonada; Cuando descubrí la placa, una rara alegría se apoderó de mí, como cuando te cruzas con una persona célebre, de esas que de tan célebres ya nos parecen uno más de la familia, y entonces te dices a ti mismo –coño, este es Fulanito, el de tal acontecimiento-
En este caso Fulanito era el teniente Jacinto Ruiz Mendoza, uno de los muchos personajes, sería más correcto decir personas, que el dos de mayo de 1808 defendió con su vida (murió poco tiempo después, a consecuencia de las heridas ocasionadas por los dos disparos que recibió aquel fatídico día) el Parque de artillería de Monteleón del acoso de las tropas francesas. El cuartel cayó y con él la mayoría de las personas, civiles la mayor parte, que lo defendían; pero supuso el comienzo del levantamiento popular y nacional contra la “invasión” francesa.
Ahora lo sé, ahora conozco su gesta y la valentía con la que dicen luchó aquel día -a pesar de la fiebre que le consumía-, en que la sangre corrió por muchas de las calles que ignorante de mí más de una vez he pisado sin ser consciente de la cantidad de personas que se dejaron en ellas la vida de una manera atroz.
Y lo sé gracias a ese libro que está merecidamente descansando sobre mi mesa, y si vamos un poco más allá puedo asegurar que lo sé gracias a un tal Arturo Pérez-Reverte que se tomó la maravillosa molestia de escribirlo y de documentarse como siempre lo hace, es decir, cojonudamente bien.
El libro en cuestión, para quien aún no lo haya identificado o no supiese de su existencia, lleva por nombre «Un día de cólera» y relata de una manera magistral la violentísima jornada del 2 de mayo de 1808 en esta ciudad llamada Madrid.
De sobra está decir que os recomiendo a tod@s su lectura.
Aunque os parezca una tontería, da cierto “gustirrinin” el hecho de conocer y poder asociar el nombre de una calle, una plaza o una escultura de un hombre arengando a la lucha, con una persona de carne y hueso que en su día luchó por algo en lo que creía, o tal vez no creía, pero su honor y su deber con un pueblo así se lo demandaban.



Leer más...

sábado, 9 de mayo de 2009

Metro de Madrid informa

Me aburro.
Son las 16:40 de la tarde y aun no he comido. No me apetece.
Me levanté y desayuné tarde. Anoche el sueño me atrapó a altas horas, despues de haberlo buscado de mil posturas diferentes. Es sabado 9 de Mayo de 2009 y en el portatil en el que ahora aporreo estas letras se escucha la voz de Ismael Serrano, llamando con auténtica desesperación a una tal Amanda, poniendome la piel de gallina y dejandome con la sensación de tener una soga anudada al cuello.
A través de los cristales sucios de mi habitación se ven arboles agitados por un viento de tres pares de cojones. El cielo está blanquecino, como si alguien lo hubiese llenado con ese humo artificial que expulsan las orquestas pachangueras durante sus actuaciones en las funciones de verano de cualquier pueblo ibérico.
Está como de tormenta, que diría aquel;
La luz exterior es grisacea, el sol se ha cogido el día de asuntos propios, y debe estar calentando los tejados de cualquier otra ciudad, menos gris y melancólica que esta.
Podría decir que estoy como el tiempo y sería cierto.
Gris.
Es curioso, porque quería hablaros de los personajes que pueblan el metro de Madrid empujado por un chaval argentino con sombrero de paño marrón tipo Indiana Jones que me encontré ayer en la linea 6, de no más de 20 años calculo yo, que entró en el vagón con la seguridad y la soltura del que nació con un micro y no un pan (para desgracia suya) bajo el brazo, cantando Cambalache de tal modo que el mismísimo Discépolo, de poder escucharlo, estaría orgulloso de oirlo en su voz.
Entró, se presentó con una alegría que chocaba con los rostros mustios que poblaban el vagón. Dijo lo que venía dispuesto con nuestro permiso a cantar, conectó el micro y su guitarra, y con una voz rota que no me encajaba en su aspecto de niño travieso, pero con un arte y una sin-vergüenza innata, se arrancó diciendo -"Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé...(¡En el quinientos seis y en el dos mil también!)".-
Miraba los rostros de la gente y a pesar de no poder penetrar en sus pensamiento, sé que como yo, se estaban diciendo que la mejor prueba, de que lo que ese tango dice es totalmente cierto, la teníamos ante nuestros ojos. El hecho de que un ARTISTA (con todas las letras y en mayusculas) como ese tuviese que estar pasando el sombrero en un vagón de metro -a miles de kilómetros de su pais de origen- mientras otros y otras que no saben ni entonar firman contratos millonarios con grandes casas discográficas es una prueba más de que como bien anticipó Discepolo, el mundo, en el 2009 sigue siendo una gran porquería, una gran mentira...
Terminó la canción, se descubrió, pidió a todos los que estábamos en el vagón que si no teniamos prisa por llegar a nuestros destinos saliesemos al exterior y caminásemos un poco disfrutando del maravilloso día que hacía en la superficie, que no viesemos mucho la tele (lo cual me arrancó una sonrisa), que al menos le dedicásemos 30 minutos a un libro, que le regalasemos una sonrisa a alguien a lo largo de la jornada y que sintiéndolo mucho ahora iba a dar comienzo la parte de su show que menos le gustaba. Desenchufó guitarra y micro y se paseó con el sombrero extendido hacía la gente diciendo que cualquier moneda, del color y tamaño que fuese, era bienvenida. Cada vez que una moneda caía en el sombrero, decía alegremente, con ese acento argentino que tan agradable resulta a mis oidos: "gracias caballero".
Me rasqué el bolsillo con la misma alegría que veía reflejada en su rostro y sus ojos.
Se bajó del vagón y se sentó en un banco del anden a guardar meticulosamente la recaudación que tan merecidamente había conseguido.
Sobra decir que en la siguiente parada le tomé la palabra y me bajé del vagón. Subí andando los dos tramos de escaleras mecánicas que me separaban de la superficie y
salí a la calle. El sol calentó mi cuerpo y mi espíritu, y andando y con una sonrisa tonta en los labios llegué al trabajo.
No iba a contarlo hoy, no quería que en la historia se metiese la luz gris de esta tarde, la cual me embarga, y lo estropeara todo, lo desluciera robándole magia al momento, pero creo que haciendo bueno el dicho, al mal tiempo buena cara, el sólo recuerdo de la situación me ha hecho ver que igual la tarde no es tan gris, igual el gris de la calle tan solo está en los ojos del que mira, igual, quien sabe...

Leer más...