viernes, 6 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

    Capítulo II:

    La maleta pesaba un quintal. Aquella maleta borracha y con historia de contenedor sobre sus ruedas parecía querer quedarse en casa. Era la única maleta conocida a la cual no la gustaba viajar. Nunca debí rescatarte de aquel contenedor de basura –pensé- ahora sé porqué te tiraron estando aún sin estrenar. Mientras yo tiraba de ella con más coraje que fuerza, Klara trotaba alegremente a mi lado, alta y grácil como un junco. Las gafas de sol eran incapaces de ocultar el brillo de los ojos que escondían. Estaba feliz, no cabía la menor duda. El sol, una cuarta por encima del horizonte, comenzaba a hacer su trabajo.

    Adiós Madrid, ahí te quedas, con tus prisas, tus huelgas, tus obras y tu infernal verano. En aquel momento no era aún consciente de cuánto la echaría de menos en cada uno de los viajes que me apartarían de ella. En aquél también, pero en ese momento aún no lo sabía. Siempre nos quedará Madrid. Madrid es a mi vida, lo que septiembre a la vida estudiantil. Siempre una oportunidad de volver, siempre la ilusión de poder hacerlo mejor.

    Despegué el brazo izquierdo de mi costado, buscando el contacto de su mano. Roce de dorsos. Me cogió la mano y la apretó con fuerza. Nos miramos tan sólo un segundo y llevamos, orgullosos el uno del otro, la vista al frente, desafiando –vanidosos- los latigazos que nos lanzaba el astro rey.

    Éramos jóvenes, guapos, fuertes e inmortales. Al menos así nos sentíamos por aquel entonces. No era nuestra culpa, era culpa de un mundo en el que las palabras muerte, dolor, sufrimiento y hambre no se nos enseñaron a conjugar. No existían. De vez en cuando, quizás, en algún telediario nos hablaban de ello, pero siempre eran lugares demasiado lejanos, y ni la sangre, ni el olor a quemado, ni las moscas que revoloteaban en torno a un bebe negro, con mocos, ojos saltones y el vientre hinchado, tenían la capacidad de traspasar el cristal del televisor LED de cuarenta y dos pulgadas.

    Enséñame tu mundo, guiame, llévame de la mano -como ahora lo haces- a los lugares de tu niñez. Llévame al mundo de tu infancia, déjame recorrer contigo las montañas en las que gritaste al mundo, aún sin conocerme: ¡Te quiero!

    La boca de metro de Lucero devoró nuestros jóvenes cuerpos. No miramos atrás. No había lugar para la nostalgia. En tan solo diez días la misma boca de metro nos vomitaría de nuevo a nuestra realidad cambiante. Ilusos. No sabíamos que serían otros los que volviesen vistiendo nuestros cuerpos y nuestros nombres. No sabíamos nada.

    La estación de autobuses era un hervidero. Hombres y mujeres con sus respectivas maletas danzaban entre filas de asientos repletas de viajeros con los pies allí y la cabeza en sus correspondientes destinos. Nervios, prisas y carreras. Padres arrastrando niños a modo de maletas. Niños que lloraban y se aferraban estoicos a una baldosa que se negaban a abandonar.
    Dadme una baldosa desde la que reconquistar el mundo. La palabra Kamchatka cruzó de izquierda a derecha mi mente, rebotando en sus paredes.

    La megafonía sobrevolaba las cabezas de los potenciales viajeros.
    Ding-dong-ding. Autobús con destino –sonido ininteligible- va a efectuar su salida de dársena número –sonido ininteligible-

    Bendito progreso. Somos capaces de mandar al hombre de paseo a la luna pero no de desarrollar un sistema de megafonía que no distorsione. Humanos, tan simples y tan complejos al mismo tiempo.

    Una joven pareja se abrazaba en el hueco existente entre dos cajeros automáticos. Ella lloraba, él se tragaba las lágrimas. Muy hombre, muy macho. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer mismo, me pareció injusto el que se tuviesen que separar, pero más injusto me pareció el hecho de que él no pudiese llorar tan abiertamente como lo hacía ella. Nos aventajan en tanto...

    A medida que nos acercábamos a la zona de embarque, nos cruzábamos con gente que se encontraba en nuestras antípodas. Ellos volvían del viaje que nosotros estábamos a punto de emprender, y en sus caras sólo había cansancio y resignación, tal vez incluso pena. Pasé un brazo sobre los hombros de Klara y la atraje hacia mí. Apreté su hombro contra mi pecho.

    No permitas que vuelva así. No dejes que me parezca al resto del mundo. Tu y yo somos distintos. Por favor, dime que lo somos.

    Me dio un beso en la mejilla. Sabía que algo me preocupaba. Pero no preguntó nada. No dijo nada. Me conoce lo suficiente.

    Retiré el brazo al tiempo que la guiñaba el ojo, en un intento inútil por tratar de mostrarme sereno.
   Todo viaje se comienza con inquietud y se termina con melancolía. La cita vino a mi cabeza y cuando quise darme cuenta se caía, tímida, del balcón de mis labios.

    -¿Has dicho algo cariño?
    -No, nada, cosas mías. Esto está imposible. ¿De que dársena salía el autobús?

    Se detuvo un instante para sacar los billetes del bolso, mientras yo por pura inercia seguía andando, deseando llegar cuanto antes para poder soltar la dichosa maleta.

    -Dársena cuarenta y cuatro- dijo al tiempo que me daba alcance- y no corras, que tenemos tiempo- gruñó.
    - En esta vida nunca se tiene suficiente tiempo– renegué para mí mismo.
    - Y no hables solo, que pareces un viejo.

    Ésta también es ella, siempre a la defensiva, siempre con la espada desenvainada, preparada para defenderse de cualquier cosa que ella considere un ataque.

    -¡Estas buena hasta cuando te enfadas!- dije con la única intención de echar más leña al fuego. Para acabar de prender la pira la di una palmada en el trasero que sonó más de lo deseado.
    -¿Estas tonto o qué?

    Se acabó el juego, esa era la cara y el tono de hasta aquí podíamos llegar.
    Arrié velas. Puse cara de niño bueno y la devolví el beso en la mejilla que ella me había dado unos instantes antes. Su gesto serio se relajó. Quería sonreír pero se mordió las ganas.

    Yo también te conozco Klarita. Yo también te conozco.

    Reconocí nuestro autobús por la gente que se apiñaba a su alrededor, por las maletas enormes cargadas de regalos para los hijos, los sobrinos o los padres. Conocía esas caras y esas miradas desconfiadas, porque en el fondo, la mía era también una de ellas.

    Dos días de viaje. Dos días con sus dos noches, pensé, y se me antojó insoportable. Cuarenta y ocho horas encerrado junto a algo más de cuarenta personas –completos desconocidos- en un artilugio con ruedas, cruzando la vieja Europa de oeste a este. Igual resultaba interesante. Con menos ingredientes hay quien es capaz de escribir un libro.

    -Al menos viajamos juntos. No habrá lugar para la soledad entre nuestros asientos- No sólo me conocía, por un momento pensé que podía leer mis pensamientos- Tómatelo como un juego. ¿Recuerdas a Benigni en «La vida es bella»? ¿Qué son 3000 km comparados con un campo de concentración nazi?
    - La verdad es que así visto... - Dije resignado. -No, si puede ser hasta divertido. No cabe duda de que es toda una aventura. Como John Wayne con sus caravanas por el oeste americano, tragando polvo y matando indios, pero en plan moderno claro.
    -No te pases. Cualquiera que te escuche diría que te van a torturar. Que existe una cosa que se llama aire acondicionado ¿Recuerdas?...
    -Afortunadamente. No me apetece pasarme el viaje con máscara antigás.
    Me dio un puñetazo en el brazo derecho.
    -Acero para los barcos- dije intentando que no se notase que me había dolido.
    Me dio otro. No, si me está bien empleado, por chulo y por bocazas.

    La abracé con todas mis fuerzas. El peso del sol caía vertical sobre nuestras cabezas. Nos aplastaba. Sentí el calor que desprendía su cuerpo. Ella sintió por igual el mío.

    -Suéltame, me asfixias. Joder que calor. Eres un chulo y un pesado, que lo sepas.

    -Sí, pero me quieres.

    -Por desgracia- sonrió con picardía. Me rendí. De momento. La solté, no sin antes apretar fuerte mi boca contra sus fruncidos labios.

    Nuestros futuros compañeros de viaje hablaban a gritos y reían. Risas forzadas por los nervios. Alegría en los labios, tristeza en los ojos. Personas en tierra de nadie. Sin nacionalidad definida. Aquí, en España, extranjeros. En Rumania emigrados. En Madrid, Dumitru el Rumano, en Deva, la ciudad que le vio nacer hace 43 años, Dumitru el español. Malditos Seres Humanos, poniéndole etiquetas a todo. Papeles y documentos. Fronteras. Absurdo invento.

1 comentario:

ordago13 dijo...

Yo no quiero morir lejos de Madrid¡¡¡ me siento muy de la tierra es lo que hay¡¡¡