domingo, 1 de agosto de 2010

Madrid-Petrosani-Madrid

    Capítulo I:

    Klara aún dormía, dándome la espalda, infantilmente encogida. Yo -boca arriba, con las piernas en uve y desnudo sobre la cama revuelta- observaba la negrura de la habitación. No podía dormir. No se debía al calor inherente a las madrileñas noches veraniegas. Mi mente ya estaba viajando, ya estaba conociendo, ya estaba hablando un idioma del que era consciente sólo conocía palabras sueltas. Pero en la frontera que separa el sueño de la vigilia no existen los imposibles, y yo hablaba la limba rumana tan bien o tan mal como pudiera hablar castellano. Bunâ, mâ numesc Alvaro. Ce faci?, bine, si tu?, bine, bine. Nu inteleg. ¿Puedes repetir? Duminica, plimbare, iesire, lingura, pupa-ma-n cur...
    Era incapaz de mantener los ojos abiertos, creyendo mirar a un techo que no existía a aquellas horas.
   ¿Qué hora es? ¿A quién puede importarle? Es pronto, ya sonará el despertador. Duerme un poco más. Mañana vas a estar hecho polvo. Imposible. No hay manera de convencerse a uno mismo. No podemos engañarnos, podemos engañar al mundo entero, pero a nosotros mismos imposible, siempre cargaremos con el peso de nuestras malditas conciencias.

    Bajé los parpados y aquella nueva oscuridad me pareció más llevadera. No hay nada como la oscuridad auto impuesta, pensé. Mi mente comenzó a analizar detalles y recuerdos, personas presentes y pasadas, quizá también personas futuras.
    Todo tiene cabida en una noche de insomnio, todo tiene un cómo y un porqué a través de los vapores del sueño. Todo tiene fácil solución, hasta que despunta el alba y las soluciones se diluyen con las luces del nuevo día.
    Debí quedarme dormido, porque fue ella la que me despertó con un sonoro beso, y no el timbre del despertador, lo cual he de reconocer, siempre ha sido una sensación mucho más agradable.

    Sonreía y me fue imposible no corresponderle. Habría sido lo más parecido a una traición. No hay peor asesinato que el de una sonrisa. Nunca perdonaré a aquel que trunca una sonrisa.
    Estaba completamente desnuda, que es algo así como decir que estaba radiante, hermosa, inmensamente mujer. Entre las rendijas de la persiana se colaba la tenue luz del amanecer, la cual ella parecía absorber para después irradiarla con mayor intensidad.
    Era lo más parecido a un cuerpo celestial que hasta la fecha hayan visto mis ojos.

-Pareces un ángel- la dije. Por respuesta obtuve la ampliación de su sonrisa y una ascensión de hombros.

   Con los ojos todavía velados por la claridad la di tres besos de buenos días. Uno lo deposité en sus labios, los dos restantes tomaron forma en la redondez de sus senos. No me dejó darla un cuarto. En algún lugar oscuro y turbio, mi orgullo de irresistible efebo se sintió herido.
    Remolonee unos segundos más en la cama, pero ella echó el resto y le bastaron dos rápidos y precisos ataques de cosquillas para hacerme poner los pies en el suelo.
    Así comenzó esta historia, así comienzan todas las historias del mundo, las antiguas, las actuales y las que están por venir. Nada es nuevo. No somos inventores de nada.
    Todas las historias se escriben por amor. Por amor a una persona o por amor a la literatura. Ésta tiene la inmensa fortuna de cabalgar a lomos de ambos.

1 comentario:

José R. González dijo...

Se respira amor al leerlo, desde luego :) Por cierto, magníficamente narrado. Un abrazo